El relato de Salvador R. L. en su confesión de cómo se produjo el asesinato es conciso. Detalla cómo llega al garaje, se oculta, ve pasar a varios vecinos y espera sentado en el suelo, en la plaza contigua a la que ocupa el coche de empresa de Antonio, a que este llegue. Al verlo, se incorpora y se dirige hacia él. Le increpa echándole en cara cómo trata a Maje y, dice, Antonio le responde «tú no te metas». Sin más, le clava el cuchillo comprado días antes. Ocho veces, tres de ellas sin siquiera sacar el arma del cuerpo y con distintas trayectorias, lo que aseguró el resultado.

Salvador abandonó apresuradamente el lugar, se fue con su moto a un trastero que tiene alquilado, donde se cambió de ropa y se deshizo de la ensangrentada tirándola a un contenedor. Después, se fue a su casa, donde solo estaba su hija -su esposa, también enfermera, estaba trabajando-, le hizo la comida y comió con ella.

Una vez completada esa tarea, se fue al encuentro de su presunta cómplice y amante -Salvador aún no sabía en ese momento que Maje ya estaba con otro hombre desde mayo- a casa de la hermana de ella, que estaba vacía porque estaban de vacaciones, y la recibió diciéndole: «Ya está hecho». Tras el encuentro, siguieron con el plan: Maje se fue a su domicilio, en la calle Calamocha, y al toparse con la policía preguntó si se trataba de su marido, ya que no le había contestado a sus mensajes en toda la mañana. Incluso sufrió una aparente crisis nerviosa que requirió atención del SAMU. Días después, en el entierro leyó públicamente una carta de amor desgarradora y, ante todo el mundo, se arrojó a los pies de su suegra y se abrazó a sus piernas.