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Día de Todos los Santos

Trabajadores de la muerte

Un enterrador, un forense, un oncólogo, una funeraria, un capellán de hospital, un policía que comunica accidentes mortales y una psicóloga que ayuda en el duelo coinciden en que sus oficios les hacen apreciar más la vida y estar mejor preparados para el dolor

Marcial García, de 39 años, enterrador de siete cementerios parroquiales cercanos de Valencia, en el camposanto de Carpesa. daniel tortajada

1. El enterrador que llora. Ni pala, ni traje negro con chistera ni carácter taciturno y huraño. Marcial García, de 39 años, viste chándal y zapatillas, maneja una ligera paletina de albañil y parece bonachón y simpático mientras camina por el cementerio de Carpesa bajo esos verdes y enhiestos surtidores de sombra y sueño agitados por el viento otoñal. Es el enterrador de siete camposantos parroquiales del cinturón de Valencia „Vinalesa, Bonrepòs i Mirambell, Carpesa, Almàssera, Foios, Albuixech y Massalfassar„ y destroza los clichés de un oficio con demasiadas leyendas alrededor.

Tenía una empresa de reformas y hace seis años acabó de sepulturero como autónomo „a tanto el entierro, con el 21 % para Hacienda„ por casualidad. Todavía da gracias porque es un oficio que le encanta. «Esto es muy bonito», dice con ilusión en la mirada. ¿Sadismo, corazón de piedra, falta de empatía? Justo lo contrario. Hay entierros en los que Marcial se ha de esconder la cara y disimular para que no lo vean llorar mientras cubre el nicho con la placa correspondiente. «¿Tú sabes lo que es enterrar a un niño de 5 años, a un chaval de 16, a una mujer de 48 con hijos pequeños delante? Eso es muy doloroso y no puedes contener las lágrimas mientras estás tapándolo. Porque estás sufriendo de ver el dolor de los familiares», cuenta.

Más todavía si la familia pide abrir el ataúd antes de introducirlo en el nicho. Es un trago. «Le ves la cara y sabes que lo has de tapar tú, que de ahí dentro ya no va a salir. Y eso cuesta. La familia te da luego las gracias porque ven que les has ayudado. Pero fíjate: yo lo veo como si les hubiera robado algo», dice.

Trabajar al lado de la muerte le ha enseñado una cosa básica. «¡Que la vida hay que disfrutarla, porque en un minuto se va!», exclama. Ha visto casi de todo: gente que se le ha desmayado; otros que se han marchado antes incluso de que Marcial hubiera acabado de dar sepultura al familiar; también ha oído a sus espaldas cómo se hablaba de ir al notario para arreglar la herencia antes de que el nicho estuviera tapado.

Suele tener entierro día sí y día no. Todavía no ha inhumado a ningún familiar. «Debe de ser duro», imagina. Dura también es la parte menos conocida de los enterradores. «Porque aquí no sólo metemos, también sacamos „resume„. Si cuando han pasado cinco años hay que abrir el nicho para hacerle hueco a un familiar muerto, abres el ataúd y todavía hay huesos, líquido y restos de carne descompuesta que has de introducir en un sudario. Vas con mascarilla, pero es duro».

Su hombro ha servido de paño de lágrimas. Físicamente es un trabajo sencillo. Emocionalmente es complicado. A veces, el cuarto de las herramientas le sirve para descargar emociones tras el entierro. «Pero es bonito», insiste. «Es bonito ver a la gente visitar a sus muertos en el cementerio y oírles cómo les hablan en voz alta y les cuentan qué han hecho ese día. El cementerio no es algo muerto, el cementerio es vida», reivindica. A veces demasiada. Jura que se oyen ruidos. En ocasiones la madera de los ataúdes cruje. ¿Pasar una noche en el camposanto? «No la pasaría, no», responde un enterrador que ya ha planificado su funeral: «Quiero ser incinerado y que me pongan en un nicho. Así sé que ahí dentro encerrado no estaré, pero que alguien me recordará cuando pase ante mi lápida».

2. El forense con angustia. No quiere dar su nombre. «Mi trabajo sólo lo conocen las personas de mi entorno. Al resto les digo que soy funcionario. Para evitar curiosidades y morbo», aclara. En realidad es forense y trabaja en el Instituto de Medicina Legal de Valencia. Sus manos tocan, literalmente, la muerte hasta lo más hondo de sus entrañas. Órganos, vísceras, cerebros. A veces lo encara como una rutina: suicidios, víctimas de accidentes de tráfico, personas mayores fallecidas por una caída, ahogados? Pero en otras ocasiones es más duro y la manipulación del cadáver resulta difícil de sobrellevar. «Nunca te acostumbras a las agresiones por violencia machista o a las muertes de niños pequeños. Y eso te afecta, sobre todo las víctimas de la violencia de género».

A llorar no ha llegado nunca. Pero lo describe como una situación de «angustia» lo que experimenta ante el cuerpo de una mujer asesinada por su marido. «¿Conoces la expresión rigor mortis? Pues cuando una persona sufre una situación de violencia extrema, con un hombre encima de ella acuchillándola, a veces se le queda en el rostro ese rigor mortis del terror y el pánico que tenía en el momento de la muerte. Se queda marcado en sus facciones. Y no somos de piedra: eso impresiona y no es nada agradable. Pero, al mismo tiempo, te empuja a hacer el trabajo lo más perfecto posible para dar todas las pruebas a la justicia y que el culpable no se escape», dice.

Asegura que uno se acostumbra hasta a los cadáveres en putefracción. «Es nuestro trabajo». El trato cotidiano con la muerte le ha enseñado una lección. «Hace que valores mucho más la vida. Te das cuenta de lo estúpidos que somos los seres humanos al valorar cosas accesorias y no lo realmente importante. Eso lo ves cuando estás delante de un muerto por accidente de tráfico, que es una muerte muy absurda».

3. El mensajero más triste. Esas muertes absurdas y accidentales de la carretera tienen un mensajero en Valencia. Un policía local de la Unidad de Atestados que se dedica a comunicar a la familia la desagradable noticia de que su ser querido ha fallecido. En persona, jamás por teléfono. «No es una papeleta agradable. Sí, recibes formación, pero se te cae al suelo cuando te abren la puerta y has de comunicarlo», cuenta Ramón Mingueza, de 55 años. Algunos policías no lo soportan y piden el traslado a los pocos días.

La experiencia le dicta cómo son estas situaciones con la muerte flotando en el ambiente. «Primero no se lo creen. Después pasan un shock de tres o cuatro minutos. Luego puedes explicarles los detalles. Hay algunos que reaccionan bien y se les ve enteros, pero muchos otros se te derrumban allí mismo», lamenta. Lleva trece años con este cometido. «Alguien lo tiene que hacer. Y aquí estamos mi compañera Vanessa y yo. Y no, nunca te puedes acostumbrar. Eso sí: intento que no me afecte y no llevármelo a casa. De lo contrario, no podría hacer este trabajo», dice el policía que nadie querría ver en su puerta en mitad de la noche.

4. El oncólogo que curó su miedo. Entre la muerte y la esperanza „y la angustia, y el dolor, y el miedo y la fuerza vital„ convive diariamente el oncólogo José Luis Guinot. Lleva 25 años en el Instituto Valenciano de Oncología (IVO) y es autor de Al final de este viaje, un libro sobre el final de la vida. Esta semana presenta su nueva obra: De la angustia a la serenidad. Acompañando al paciente con cáncer. Guinot ha visto cosas que poca gente se plantea, salvo si le toca la desgracia de sufrir. Y eso penetra en lo más hondo de uno hasta dejar efectos secundarios. «Tienes mucha más conciencia que la mayoría de la gente de que la vida se acaba, y que eso ocurre en cualquier momento. Pierdes el miedo a la muerte y aprendes a valorar más el presente, a vivir de una forma más plena y serena. Y te planteas cuál es el sentido de la vida», subraya. Hay muchos médicos que no lo aguantan. Que piden el traslado. «Si no estás preparado, el contacto con la muerte de forma continua acaba por deprimirte», precisa. Otros se ponen una barrera para no impregnarse de la emoción que aporta estar al lado de una persona cercana a su final. Que apenas entran en la habitación. Que evitan el contacto físico.

Su trabajo le ha instruido mucho acerca de la muerte. Cuenta que algunas personas mueren en paz y aceptación. Otras, en cambio, se ven atenazadas por una angustia tremenda que les acompaña hasta el final. «La mayoría es porque les quedan cosas pendientes. Normalmente, la gente quiere dos cosas al final de su vida: pedir perdón y ser perdonado», señala. Pero la angustia también se debe a no haber entendido a tiempo que la vida iba en serio. Que „como enseñó el poeta Gil de Biedma„ envejecer, morir, es el único argumento de la obra. Le pasó a aquel hombre, recuerda Guinot, que sufría mucho no por dolor ni por miedo, sino porque el tiempo se le agotaba y no paraba de decir que, de haberlo sabido, hubiera hecho otras cosas en su vida. De ahí su punzante reflexión: «No haber vivido bien te puede hacer sufrir más que la muerte».

5. El cura y la extremaunción. Vicent Boada, de 81 años, calcula que habrá dado la extremaunción a «varios miles» de personas. Es cura, capellán del Hospital General de Valencia, y ha visto los últimos suspiros de muchas personas.«Un momento muy delicado», recalca. «En general, no hablan mucho. Piden una muerte tranquila. Quieren paz y tranquilidad. Y „como son creyentes„ que el Señor les ayude», dice. «Pero no hay dos muertes iguales», enfatiza.

6. La psicóloga del duelo. La muerte es dolor. Y hay personas que no lo soportan y buscan ayuda para superarlo. Un lugar concebido para ese fin son las terapias de apoyo en el duelo de la asociación Viktor Frankl de Valencia. Durante una década, la psicóloga Ana Losa ha ayudado a superar el duelo a cientos de personas. «Son dos años de continuo vaivén emocional que hay que dejar fluir», resume. Ella ha ayudado, pero también ha extraído lecciones importantes. «Ver su dolor te hace mirar a tu propio dolor. Y eso tiene grandes beneficios. Primero, se te hace más músculo para afrontar el dolor. También valoras más la vida. Y, al mismo tiempo, vives con conciencia de muerte. Todos „prosigue„ deberíamos estar más en contacto con la conciencia de la impermanencia. Porque eso te recuerda que tus seres queridos no van a estar ahí siempre y ello te mueve a expresarles más cariño. O a valorar lo verdaderamente importante de la vida».

En ese trabajo de los psicólogos que asisten al duelo ajeno hay un peligro: «Estás en contacto con mucho dolor. Estás regando la semilla del dolor, de la tristeza, de la pérdida. Y has de estar muy atento por si te has llenado de demasiado dolor». A ella le ha pasado alguna vez. Atender a tantos duelos también le ha enseñado que del dolor se sale. Que primero está el shock, la negación, el dolor. Pero que todo se supera. O, al menos, se aprende a convivir con ello. Ella lo ha visto: «Personas destrozadas emocionalmente que han vuelto a retomar su vida». Por su experiencia, Ana sostiene que cada vez le tiene menos miedo a la muerte. Al fin y al cabo, como escribió el poeta romano Publio Siro hace casi dos mil años, «es más cruel temer a la muerte que morir».

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