Estamos atravesando unos días espantosos. Recién celebrada una marcha estatal contra la violencia machista y a punto de conmemorar el día para la represión de la violencia de género, nos encontramos con un aluvión de muertes por esta terrible sinrazón. Una verdadera epidemia.

Pero si terrible es el hecho de asesinar a la persona con la que se mantuvo una relación de pareja, a ello se suma algo más terrible todavía: los hijos. Esas criaturas que en muchas ocasiones presencian ese tormento, lo viven en directo y que, en algunos espantosos supuestos son también asesinados. Incluso, en la más retorcida de las torturas, dejando viva a la madre, multiplicando por mil el tormento. Lo vimos este verano, lo vimos también en los niños Ruth y José, y mucho antes, en el año 2003, en un caso que supuso una condena de la ONU a nuestro país. Y claro está, ante hechos objetivos tan irrefutables, muchos abogan sin cortapisas por cortar de raíz toda relación del padre con los hijos antes de lamentar tan espeluznantes resultados.

Pero, por desgracia, no todas las cosas son tan sencillas, ni todo es blanco o es negro. Y al otro lado del espectro, muchos padres alzan su voz porque entienden perdido su derecho a relacionarse con sus hijos y, lo que es peor, el de los hijos a relacionarse con su progenitor. Y, en ese punto surge la pregunta del millón ¿cabe la custodia compartida en casos de maltrato? ¿Hay que restringir o privar de las visitas al padre en estos casos?

La respuesta no es sencilla, por más que lo pueda parecer. Y es que en el fondo subyace una cuestión más profunda: ¿puede ser un buen padre un maltratador? ¿Basta una condena o un procedimiento abierto para cerrarle la puerta por completo a la relación paterno filial que no solo es un derecho del padre sino fundamentalmente del menor?

Si acudimos a la ley, todo parece estar claro, aunque no es oro todo lo que reluce. La legislación nacional, con aparente rotundidad, proscribe la posibilidad de custodias compartidas en los casos en que esté abierto un caso de violencia de género, y otro tanto hace, aunque de modo menos rotundo, la legislación valenciana y las de otras autonomías. Esta deja abierto un portillo, cuando apostilla que suponga un riesgo para el menor. Una rendija en una ventana donde solo cabrían mosquitos y pretenden colarse elefantes. Por su parte, el Código Penal también es claro: establece la posibilidad de restringir, suspender y hasta privar de la patria potestad en estos casos, aunque no siempre se haga, y del mismo modo lo prevé la Ley de Enjuiciamiento Criminal cuando de una orden de protección se trata.

Así las cosas, podría afirmarse que, para evitar todo riesgo, habría que cerrar toda posibilidad de contacto desde el principio. Y lo bien cierto es que es lo que le pide a una el cuerpo cuando le vienen a la cabeza las imágenes de esos niños asesinados por su padre. Pero las cosas no son tan simples.

No es lo mismo golpear o asesinar que insultar, por más que se trate de violencia de género en ambos casos, y del mismo modo que una y otra acción no merecen la misma pena, tampoco las consecuencias de cara a los hijos pueden ser las mismas. Cuando los hechos o la peligrosidad cruzan determinado umbral, la respuesta ha de ser contundente: adiós a cualquier tipo de contacto, no tanto como castigo sino como evitación de riesgo. Pero cuando los hechos no han traspasado ese umbral, surgen las dudas. Más aún cuando en estos asuntos siempre pende la espada de Damocles de una posible absolución, más que posible si tenemos en cuenta que en nuestro Derecho, por mor de una ley decimonónica, las mujeres pueden echarse atrás en su denuncia en cualquier momento del proceso.

Es evidente que el interés del menor es lo prioritario, y proteger a un niño del eventual riesgo de sufrir un daño a manos de su padre justifica cualquier medida que se pueda tomar. El verdadero problema estriba en adivinar cuándo existe realmente ese riesgo. Y les aseguro que no es nada fácil. A veces una desearía tener una bola de cristal para acertar a la hora de tomar decisiones. Pero las togas no vienen con manual de instrucciones y, por más muescas que lleven a base de asuntos vistos, nada asegura lo que va a pasar. Y, aun contando con la intuición, faltan a veces los instrumentos para una medida más contundente si el sujeto no ha cometido ningún delito o este es de difícil o imposible prueba -más aún si ella no quiere declarar contra él-.

Permanente conflicto

No obstante, cuando de custodia compartida se trata, creo que es casi imposible que, aunque se haya absuelto al imputado por maltrato o haya cumplido su condena, exista una base de relación proclive a la custodia compartida. Esta requiere un mínimo de comunicación entre los progenitores, y mal puede darse entre quienes han cruzado denuncias y juicios, aunque siempre hay excepciones. Pero la experiencia me muestra a padres en permanente conflicto por las mayores nimiedades, desde si apuntan a los hijos a guitarra o a ballet, a judo o a inglés, hasta si llevan la ropa de uno u otro estilo. Y en ese caldo de cultivo, no escapa a nadie que una custodia compartida no puede funcionar con fluidez. Por más que un juez pueda acordarla ley en mano.

Otra cuestión son las visitas. ¿Debería tener un padre condenado por maltrato derecho a visitas a sus hijos? Y, más complicado aún ¿debería tenerlas mientras se sustancia un pleito cuyo final aún no se conoce? Pues, en principio, si el hijo no ha sufrido ningún maltrato en su persona, no solo no hay ningún impedimento legal sino que es la regla general, por no frustrar el propio derecho del menor a relacionarse con su padre. La cuestión es que haber presenciado estas situaciones le convierte en víctima, aunque el Código Penal no lo castigue expresamente. Y es difícil cohonestar ambos intereses sin equivocarse. Y no nos queda otra que ir caso por caso y ponderar muy bien todas las variables. No hay fórmula mágica, por desgracia.

Pero, como siempre, mucho se podría mejorar con los medios adecuados. Un dictamen del gabinete especializado a tiempo -tardan hasta un año en ocasiones- ayudaría a acertar en la decisión a tomar. Así como una considerable mejora en los protocolos de valoración del riesgo, más allá de cubrir el expediente con un formulario tipo. Pero todas estas cosas cuestan dinero, y de eso no andamos sobrados en ningún sitio. Y en justicia, menos todavía.

Tal vez si desplazáramos el foco de atención a un momento anterior podríamos dar con la solución de parte del problema. Pero aún queda mucho para eso, me temo. Ojalá me equivoque.