Con un abanico inmóvil en un mano y un pañuelo que no para de secar lágrimas en la otra, Isabel Cuallado „de Benifaió„ es la estampa de cómo hay heridas que jamás se cierran. Uno le pregunta por la guerra que vivió, pero ella se desvía a las consecuencias. A su padre, Juan Bautista Cuallado, lo apresaron cuando estaba en la plaza para ir a llogar-se, lo encarcelaron, lo mataron y está en una fosa en Paterna. Se dice en cinco líneas, pero no hay bastantes para expresar el trauma. «Estamos peleando para sacarlo. A ver si tenemos suerte. Porque yo querría enterrarlo en compañía mía si llego a tiempo», anhela. Isabel apenas sabe nada más. «Mi madre se cerró mucho. Yo le preguntaba y siempre me dijo que yo era demasiado joven para saber aquello. «Y yo querría saber decir más cosas, pero no puedo. Es una impotencia».

Alejandra, de una guerra a otra. «La veterana», la llaman. Alejandra Soler tiene 103 años. Habla por teléfono. Voz temblorosa, ideas sólidas. Ha sido mucho: desde pionera en el asociacionismo universitario en la II República a jefa de cátedra de Lenguas Romances de la Escuela Superior de Diplomacia de Moscú. Era comunista, con 23 años, aquel 18 de julio. Fue al frente a ayudar a los soldados. En el 39 pasó a Francia, a un campo de concentración, y de allí a Rusia, donde topó con la Segunda Guerra Mundial. «Pasar allí la guerra ya es bastante para decir ´qué vida´. ¡Fue bestial! Como la Guerra Civil pero multiplicado por cien mil», exclama.

Petronila: casa tomada. Petronila Blasco, que vive en Valencia a sus 88 años, pasó la guerra en Cuenca. Es curioso su caso. Primero acogieron en su casa a una madre con dos hijos evacuados. Luego se metió en su casa un batallón republicano. Y, más tarde, un batallón del bando franquista. Recuerda «la piojera que llevaban encima» los pobres soldados republicanos. «Uno fue al cementerio a coger los zapatos de un muerto, porque no tenía con qué calzarse. Lo pillaron y menudo castigo le pegaron», desgrana.

Juan y Pablo: juegos y tranvía. Juan Ortuño, de Benifaió, nació en el 36: generación guerra. «Como si estuviera mirando coger el tranvía para ir a San Miguel de los Reyes. Estaba encerrado mi padre. Lo sacaron tres veces para fusilarlo y las tres lo bajaron del camión. Son cosas muy fuertes para una esposa. Pero lo hemos pasado», dice.

Con casi 86 años, el paso de Pablo Sanz por Valencia fue circunstancial. Su casa de Madrid, cerca de la trinchera, fue destruida por una bomba. Huyó de allí. En octubre del 36 estuvo en el refugio de Lluís Vives. «Hacíamos simulacros de bombardeos». Acabada la guerra, su familia se disgregó. Recuerda una cosa: «Dentro de la amargura general, a veces para los niños era como un juego. Éramos todos niños». Eran los juguetes de la guerra que libraban los mayores.