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Ahorradores

Los paganos de la política anticrisis

L­as políticas fiscales y monetarias para la superación de la crisis están empobreciendo a los ahorradores, forzados a salir al rescate de unas economías que se derrumbaron en 2008 como consecuencia de los fantásticos endeudamientos que había acumulado una parte de la sociedad durante la larga etapa de euforia del decenio anterior y en cuya gestación los ahorradores „al menos en términos netos„ no participaron. Los Estados y los bancos centrales se convirtieron desde 2008 en gigantescas máquinas de colectivización de riesgos privados y de socialización de pérdidas, y en portentosas centrifugadoras de esos daños y quebrantos, trasvasándolos de forma prorrateada, una vez mutualizados, sobre el conjunto de los contribuyentes y, de modo aún más acusado, sobre aquella fracción de la población y de las empresas que no participaron en la alocada carrera por el dispendio y el endeudamiento de los años del «milagro» y preservaron cautelarmente parte de su renta atesorándola como ahorro.

Las subidas de impuestos, los recortes en sanidad, educación, dependencia, becas, gasto farmacéutico, pensiones públicas y otros epígrafes del Estado del Bienestar fueron medidas universales por las que, con efecto sobre el conjunto de la ciudadanía y las empresas, los estados tratan de resarcirse de los enormes débitos que el sector privado transfirió al sector público desde el comienzo de la crisis, fundamentalmente a través de los llamados «estabilizadores automáticos» de la economía y, en mucha menor medida, mediante los rescates bancarios. Estas medidas de transferencia, aunque muy gravosas para los ciudadanos „y repartidas de forma poco equitativa„, han sido insuficientes para afrontar la enorme factura endosada por el sector privado al público cuando sobrevino el derrumbe de la gran burbuja crediticia e inmobiliaria de 1998-2008.

Para salvar esta insuficiencia (la deuda pública ha seguido creciendo en los países avanzados, incluso tras la reciente recuperación incipiente del PIB y del empleo, y ha pasado del 70 % del PIB como promedio al 100 %), estados y bancos centrales han acudido a las medidas excepcionales de la llamada «represión financiera», cuya finalidad es que los ahorradores asuman una contribución adicional y específica del coste de la crisis aunque no hayan participado ni contribuido a la bacanal del crédito y del consumo que llevó a muchos países a la Gran Recesión.

Las sucesivas bajadas de los tipos oficiales de interés hasta niveles ínfimos (0,05 % en la eurozona), el hundimiento del euríbor (0,188 %), los rendimientos inapreciables de las cuentas de ahorro y depósitos bancarios, las quitas impuestas en 2012 a los titulares de instrumentos híbridos de capital (deuda subordinada y participaciones preferentes) y de cuotas participativas de las entidades financieras que precisaron ayudas públicas, la limitación por los reguladores en 2013 de los dividendos bancarios a un máximo del 25 % de los beneficios y de la remuneración del pasivo bancario (entonces en el 4 %), la dilución de las posiciones inversoras de los accionistas en las sociedades y bancos impelidos a ampliar su capital, los incrementos de las comisiones bancarias a los clientes (el año pasado se recaudaron 10.256 millones), el nuevo impuesto sobre los depósitos y el ahorro (0,03 %) y la necesidad de reequilibrar las cuentas del Fondo de Garantía de Depósitos han aumentado la presión sobre los patrimonios familiares.

La generalización de la dación en pago como un recurso automático supondría otra transferencia de responsabilidad y de las cargas de los prestatarios a los prestamistas y que éstos, por su poder de mercado, trasvasarían como un coste adicional tanto a los depositantes como a los futuros demandantes de préstamo. La última escalada de la «represión financiera»" son los programas de expansión monetaria aplicados por los grandes bancos centrales y a los que acaba de sumarse el Banco Central Europeo (BCE).

Esta medida extraordinaria implica un salto cualitativo en la mutualización de riesgos, en la medida en que el banco central (y, por consiguiente, todos los contribuyentes) dedica ingentes recursos a adquirir deudas públicas y privadas. De esta forma se produce una segunda fase de la estatalización „ahora en niveles supranacionales„ de los débitos y de los consecuentes riesgos de impago.

La Reserva Federal de EEUU acumula en sus balances el 16 % de la deuda estadounidense; el Banco de Japón, el 20 % y el Banco de Inglaterra, el 24 %, según la consultora McKinsey. El BCE pasará a tener el 12 % de la deuda de la eurozona en septiembre de 2016.

«Todo los bancos centrales están empobrecidos», sostuvo el mes pasado en un artículo la socióloga de la Universidad de Columbia Saskia Sassen. Es decir, los bancos emisores se han cargado de deudas ajenas, han agotado el armamento convencional de su política monetaria y han consumido buena parte de su arsenal extraordinario, han cambiado dinero de óptima calidad por riesgos y activos inseguros, las emisiones de moneda están depreciando el valor de la divisa (un fin pretendido para combatir la desinflación y favorecer las exportaciones) y la devaluación del tipo de cambio implica un castigo adicional para los ciudadanos, las empresas y los países con ahorro neto.

La depreciación del euro y la inflación que se pretende generar, llevándola hasta el 2 %, son impuestos subrepticios que se imponen a los ahorradores en beneficio de los deudores. Un euro débil y una inflación al alza implican mermas del valor del ahorro acumulado. Cuando una divisa pierde valor, los patrimonios expresados en esa moneda también se deprecian. La combinación de tipos oficiales en el límite cero (0,05 %) con un repunte de la inflación supondrá imponer tipos reales negativos a los ahorradores. Es decir, con ambas medidas, más la depreciación del tipo de cambio del euro, los ahorradores no sólo no percibirán remuneración alguna por sus depósitos bancarios, sino que sufrirán una merma patrimonial cuando intenten recuperar su dinero.

Esto implica que los ahorradores están pasando a ser tratados como deudores. Lo que distinguía hasta ahora al deudor del acreedor es que el primero aceptaba un tipo de interés negativo (pagaba una tasa) por disponer de dinero prestado mientras que el depositante percibía una remuneración (interés positivo) por ceder su dinero al banco o al Tesoro público. Las políticas de salida de la crisis pervierten esta lógica. El ahorrador pierde riqueza por ceder su dinero. Y se produce un trasvase de riqueza de los ahorradores a los deudores.

Para eludir esta confiscación empobrecedora, el ahorrador no tiene otra alternativa que convertirse en un inversor. Y en un inversor que asuma riesgos si quiere obtener algún rendimiento mínimo a su dinero en un mundo inundado de liquidez por los bancos centrales y en el que no existen atisbos de las más mínima rentabilidad en los activos conservadores y prudentes. Este desplazamiento del dinero hacia inversiones de riesgo por la búsqueda desesperada de rentabilidad está motivando subidas bursátiles, repuntes en el mercado inmobiliario y revalorización de otros activos.

Esta tendencia ha llevado al Fondo Monetario Internacional (FMI) y a la OCDE a alertar desde hace un año de que se pueda estar gestando una nueva burbuja. Y más cuando se está percibiendo una disminución acelerada de la percepción del riesgo.

Muchos ahorradores conservadores, empujados a desviar sus recursos hacia estos mercados, podrían sufrir pérdidas si se produjese un correctivo inesperado. La bolsa española está cotizando a máximos inéditos desde 2010, cuando estalló la subcrisis soberana. Muchas analistas creen que el Ibex 35 español (y otros índices selectivos europeos) aún tiene recorrido al alza, pero esto nadie lo sabe. La entrada de inversores que huyen de la renta fija por la ínfima rentabilidad del dinero está impulsando las cotizaciones, pero esto también acrecienta y anticipa el riesgo de corrección por mal de altura.

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