En un contexto mundial donde el eje del comercio internacional está virando desde el Atlántico hacia el Pacífico, Europa no quiere quedarse fuera, y busca consolidar sus relaciones comerciales con Estados Unidos a través del acuerdo de Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (conocido por su acrónimo en inglés TTIP). «Reducir costes innecesarios, retrasos administrativos y promover una mayor compatibilidad reglamentaria, alcanzando niveles de salud, seguridad y protección del medioambiente», son algunos de los objetivos que el Tratado quiere plasmar sobre el papel. Sin embargo, algunas contradicciones me impiden creer que estos buenos propósitos podrán llevarse a término de la manera en que está planteada la negociación.

Un ejemplo concreto es el caso de la ganadería. En la actualidad, producir 100 kg de carne en EE UU respecto de la Unión Europea es 33,9 euros más barato para el caso del cerdo, 18,1 euros para el pollo y 77,8 euros para la carne de vacuno. Producir la leche en Estados Unidos cuesta 13,2 euros menos que en Europa, y los huevos, 28,6 euros menos. Son datos del informe «Impacto sobre el sector ganaderos español y comunitario del acuerdo de Asociación Transatléntica de Comercio e Inversión, de María Fernández Pozas y Diego Pazos Morán.

El mismo estudio que analiza los costes, postula que en los 10 años siguientes a la firma del TTIP, desaparecería la producción europea del 35% de huevos, del 15% de la carne de bovino, del 10% de la carne de cerdo y pollo, y del 5% de la leche. Además, esto vendría acompañado de la desaparición de más de 400.000 puestos de trabajo ganadero -que es empleo que fija la población a nuestro medio rural-.

Ante este panorama, creo oportuno denunciar que el oscuro horizonte que se dibuja para nuestra ganadería es a todas luces injusto, porque por el momento „y llevan ya diez rondas de negociación„, el Acuerdo TTIP no supone cambios legislativos referidos a los modelos de producción de EE UU y la Unión Europea. Sin embargo, el modelo de producción europeo tiene unos costes legislativos que no deben soportar los ganaderos estadounidenses.

El uso de hormonas y promotores del crecimiento en EE UU „que en la UE están prohibidos„, suponen incrementos en los índices de conversión de la ganadería estadounidense de hasta el 15 % o el 20 % en la carne de vacuno, o de un 16 % en el caso de la producción de leche.

La posibilidad que tienen en EE UU de tratar la carne de ave por cloración, es una técnica mucho más económica del manejo de las canales en los mataderos, que la que tenemos en Europa para conseguir determinados límites microbiológicos de higiene „aunque no exenta de riesgos para la salud„. Las obligaciones que hay en la UE respecto a la trazabilidad, nos permiten conocer de qué animal procede cada filete de ternera, dónde ha nacido y se ha criado ese animal hasta la fecha de su sacrificio, también las explotaciones ganaderas por las que ha pasado, o si se les ha suministrado algún medicamento.

Garantizar esta trazabilidad, „que es fundamental para poder controlar rápidamente cualquier crisis alimentaria en caso que se produjera„, supone un coste para los ganaderos europeos de de casi 18 euros por vaca, unos 130 euros por cada 1000 gallinas/año, o 3 euros por cerdo. Todo esto son costes legislativos asociados a la seguridad alimentaria que nos diferencian de EE UU, y nos sitúa en clara desventaja competitiva.

Pero además existen otros costes legislativos relativos a la alimentación animal. Por ejemplo, en la UE existe una normativa más estricta para la autorización y utilización de organismos modificados genéticamente (OMG), que permiten incrementar la producción estadounidense al menos en un 15%. Por otro lado, el abastecimiento de materias primas para la alimentación animal por parte de la Unión Europea tiene una normativa con unos límites máximos de residuos más estrictos en sustancias como los fitosanitarios, insecticidas post cosecha o aflatoxinas, la cual cosa impide el aprovisionamiento del mercado comunitario desde determinados orígenes. Y por último, en la Unión Europea, a raíz de la «crisis de las vacas locas», está prohibido utilizar subproductos de origen animal para la alimentación animal, mientras que en EE UU, el empleo de proteínas animales transformadas, el sebo, aceites y grasas de reciclaje, y la gallinaza están autorizados, y suponen una ventaja para los ganaderos estadounidenses de al menos un 2% de la factura en los piensos.

Pero además de esto, en la Unión Europea, nuestros ganaderos están obligados a cumplir una serie de reglamentos sobre bienestar animal que afectan a la granja, al transporte y al matadero, que por ejemplo, en el caso de la producción de huevos ha supuesto un incremento del coste cifrado 6.7%.

Por último, también cabe subrayar las exigencias referidas al medioambiente, como la normativa referida a la limitación del uso de estiércol como fertilizantes para evitar la contaminación por nitratos; la reducción de emisiones de amoníaco y otros compuestos al aire, o la necesidad de contar con una Autorización Ambiental Integrada previa al inicio de la actividad que obliga a monitorizar el CO2 que emiten determinadas granjas y a aplicar técnicas para disminuir el impacto sobre el medioambiente. Todo esto son algunos ejemplos que se traducen en mayores costes de producción para nuestros ganaderos. Por eso, es razonable pensar que habrá presiones por parte de los productores europeos para hacer más laxa nuestra normativa y así poder competir en precio con la carne, la leche y los huevos estadounidenses.

Pero desde mi punto de vista, creo que un MERCADO compuesto de países y regiones que tienen modelos de vida tan divergentes, no debe tener la legitimidad para condicionar nuestra legislación. Porque nuestras normas de producción son el resultado del modelo de vida que hemos decidido los europeos para nosotros mismos. Las normas determinan las relaciones laborales, la seguridad de nuestros productos, la relación con el entorno que nos rodea, y al fin y al cabo, nuestros derechos como ciudadanía.

No veo una salida fácil, porque si la firma del acuerdo TTIP no exige cambios legislativos en el modelo de producción estadounidense para armonizar su normativa con la europea, y hacerla más estricta en temas como la seguridad alimentaria, el bienestar animal o el medioambiente, nuestros ganaderos estarán compitiendo en una situación desventajosa, y por tanto, estaremos condenándolos a desaparecer. Pero por otra parte, lo que sería una absoluta catástrofe como sociedad, es que al final acabemos legislando a la baja condicionados por el imperativo de ganar competitividad en los mercados, porque entonces estaremos cediendo los intereses de las personas a los intereses del capital.

Jefe de servicio de sanidad exterior