El término «empleabilidad» no aparece en el diccionario de la Real Academia Española pero orientadores laborales y especialistas en Recursos Humanos lo utilizan con frecuencia para indicar que el perfil de una persona encaja con lo que demanda el mercado de trabajo.

Parece que en un país como el nuestro, con unas tasas de desempleo tan altas, deberíamos estar particularmente sensibilizados con el tema y cuidarnos más que otros de cultivar este atributo. Sin embargo, la realidad nos dice que, en general, nos ponemos a ello solo cuando perdemos nuestro empleo, o por algún otro motivo necesitamos buscar uno nuevo. De no ser así no prestamos mayor atención a nuestra empleabilidad, ni reflexionamos sobre lo que nos aporta en este aspecto nuestra actividad profesional, a pesar de que no todas las experiencias laborales contribuyen lo mismo e incluso las hay que restan.

Porque no debemos perder de vista que empleo y empleabilidad no siempre van de la mano. Del mismo modo que algunas experiencias nos hacen crecer profesionalmente también puede suceder que en nuestro trabajo se utilicen técnicas anticuadas, las oportunidades de aprendizaje sean limitadas o que, aunque aprendamos cosas nuevas, se trate de conocimientos tan específicos de nuestra organización que apenas tendrán valor en otro lugar. Si no se tratase de un tema tan serio podríamos hablar de que hay experiencias que «cuecen» y otras que «enriquecen».

Una cuestión que no solo debería preocuparnos a los individuos, sino que también debería ocupar un lugar destacado en la agenda de gestión de personas de las empresas. El mercado de trabajo está polarizado entre empleos para los que existe un exceso de oferta y otros donde la situación es justo la contraria y las compañías se las ven y se las desean para atraer a sus organizaciones a los profesionales que necesitan. En este contexto una propuesta de empleo «enriquecedora» será sin duda algo que esos profesionales más demandados tendrán en cuenta a la hora de decidir si colaborar o no con esa organización.

Por el contrario, si la experiencia que ofrece la empresa nada o poco aporta a su empleabilidad difícilmente conseguirá atraerlos, los mejores se evaporarán, y en la organización permanecerán «cociéndose» aquellos menos inquietos o con perfiles de los que haya un exceso de oferta en el mercado de trabajo, lo que muy probablemente acabará redundando en una perdida de competitividad para esa compañía.

Pero aun hay más. La necesidad de que las empresas se preocupen más de su contribución a la empleabilidad de sus personas no solo obedece a una cuestión de competitividad, sino que también tiene una dimensión social que no podemos obviar y menos en un mundo donde la tecnología avanza muy rápido, los conocimientos se quedan obsoletos enseguida, la vida de las empresas se reduce y el trabajo para toda la vida ha pasado a la historia.

En este sentido me pregunto si llegará el momento en que, del mismo modo que los consumidores no vemos con buenos ojos a una empresa que contamina el medioambiente, cierra fábricas sin motivos aparentes, utiliza mano de obra infantil, discrimina a ciertas categorías de personas, o paga salarios de miseria a sus trabajadores, también consideraremos mal a las que con sus prácticas organizativas limitan la capacidad de sus colaboradores para poder seguir viviendo de su trabajo una vez que ya no prestan sus servicios para ellas.