Estamos viviendo tiempos convulsos en lo político y en lo social en los que nos enfrentamos a los efectos de una crisis que aún no hemos abandonado, a escándalos de corrupción cada vez de más magnitud y al mismo tiempo a un escenario político complejo. Escenario en el que las fuerzas progresistas de nuestro país deben ser capaces de responder para formar un Gobierno competente a la hora de enfrentarse a las ingentes necesidades que tenemos como sociedad y por la defensa del Estado del bienestar.

Para ello hay diversas cuestiones a abordar, pero una de las primeras una vez tengamos nuevo Gobierno progresista, es la derogación de la reforma laboral. Y lo digo así porque es urgente, ya que las misma no solo ha mermado los derechos de la clase trabajadora, sino que lo ha hecho de manera tan burda, que ha conseguido, además de precarizar el trabajo y poner en peligro la negociación colectiva (pilar fundamental de cualquier democracia moderna), frenar el crecimiento empresarial sostenido, frenar la inversión en innovación y en definitiva frenar la competitividad.

Desde UGT entendemos que no se puede romper el equilibrio en las relaciones laborales. La facilidad e impunidad del despido, la precariedad de los nuevos contratos y los bajos y miserables salarios, evidencian las intenciones del Partido Popular, que son las del enriquecimiento rápido a costa no solo de la clase trabajadora, sino del conjunto de la sociedad que sufre sus efectos. La pérdida de poder adquisitivo, la bajada desorbitada de los salarios, el receso del consumo, los recortes en las pensiones y el surgimiento y asentamiento de una nueva clase de trabajadores y trabajadoras pobres, son consecuencias todas de la reforma laboral.

Además, lo más flagrante de esta reforma, más allá de las cifras, ha sido la rotura de la paz social que ha implicado, dada la eliminación del diálogo y del deterioro de la negociación colectiva, donde el fin de la ultraactividad de los convenios, que garantizaba su prórroga automática mientras se negociaba el nuevo acuerdo, es solo un ejemplo de mala praxis y de políticas unilaterales de mirada muy corta. Y es que los datos desde la puesta en marcha de la reforma laboral hablan solos:

i) Drástica disminución de contratos indefinidos (justo lo contrario de lo que se predicaba), del 9,7 % en febrero de 2012, al 6,8 % en diciembre de 2015; ii) Aumento de la temporalidad en la contratación por encima del 25 %; iii) Pérdida salarial real del 7,3 % entre 2010-2013; iv) Caída de la renta familiar en un 7,3 % entre 2011 y 2014; v) Precarización del trabajo con un 35 % de los asalariados por debajo del Salario Mínimo Interprofesional en 2014; v) Y, por último, el aumento de personas en riesgo de pobreza que en 2014 se situó en el 29 %, 2,5 puntos más que en 2011.

Por ello, creo que es absolutamente necesario derogar esta reforma y dar un paso adelante y acometer un proceso de cambio constitucional que garantice los derechos de los trabajadores por encima de intereses partidistas, y acorde a las necesidades actuales. Un cambio que reconozca frente a las mayorías absolutas, cuestiones tan importantes como el derecho a la educación y a la sanidad y los derechos de las y los trabajadoras. En definitiva, un cambio de rumbo hacia modelos más dinámicos de negociación colectiva y participación.

Un modelo que implique más a los trabajadores en la gestión del convenio en las empresas, haciéndolos participes de la vida de las mismas más allá del momento de negociación del convenio. Y todo ello con el punto de mira puesto en que los beneficios del crecimiento económico lleguen tanto a los trabajadores, como a los consejos de administración de las empresas y a la sociedad en su conjunto.