ientras los máximos mandatarios europeos estaban ocupados redactando unos tratados vergonzosos para desentenderse del drama de los refugiados, el papa Francisco elegía a doce de ellos y se los llevaba al Vaticano en un intento de llamar la atención y evitar que el mundo se olvide del terrible drama que están viviendo todas esas personas. El año pasado ya pidió que cada parroquia, convento y santuario acogiera a una familia de refugiados, y hasta la fecha nadie parece haberle hecho ningún caso. Da la impresión de el papa actual es la única persona en el mundo que se preocupa por la pobre gente que huye de las guerras e injusticias que asolan el planeta, mientras millones de personas, que se hacen llamar buenos cristianos, se desentienden de ellas por completo. Una vez solucionado el tema a su modo, metiendo a los refugiados en campos de concentración y haciéndolos invisibles, los políticos ya pueden volver a lo suyo, que últimamente parece que es esquilmar a los ciudadanos sin atender rango ni distinción, desde el trabajador más humilde al empresario honesto que trata de sacar adelante su negocio contra viento y marea.

Banqueros que pasaban por ser ciudadanos ejemplares entran en prisión; políticos que parecían un dechado de virtudes son encausados; otros, a los que han pillado con las manos en la masa, inexplicablemente se pasean como si nada; algunos miembros de la casa real siguen sentados en el banquillo, mientras otros salen en los llamados papeles de Panamá? La emigración de los jóvenes sigue, el desempleo aumenta, y hay empresarios sin escrúpulos que se están dando prisa en hacer crecer su patrimonio personal mientras sus empresas se hunden sin remedio. Y el gobierno, en lugar de intervenir para impedir que desaparezcan esos puestos de trabajo, les ayudan con un sistema de subvenciones absurdo, que en lugar de penalizar la mala gestión la premia.

¿Cómo somos capaces de soportar tanta hipocresía? ¿Como podemos consentir toda esta corrupción material y moral? Es un deterioro del que no se libra nadie, porque quien calla y consiente se hace cómplice, y cada vez está más claro que nos desentendemos y consentimos.

A muchas de esas personas que he citado sin nombrarlas las conozco. Hace no mucho hubiera sido capaz de poner la mano en el fuego por ellas, convencido como estaba de su honestidad, de su buena fe, de su integridad? Hoy ya no me atrevo a ponerla por nadie, y si lo hago es con mucho cuidado. Incluso me costaría ponerla por algunos miembros de mi propia familia. ¿A quién no le pasa algo parecido? Me temo que éste es un sentimiento generalizado. Estamos perdiendo la confianza en los demás y eso supone un deterioro gravísimo de la convivencia, además de un lastre tremendo para encarar la durísima situación en la que estamos inmersos. Cuando una sociedad deja de creer en sí misma, deja de tener futuro. La sospecha, la suspicacia y el escepticismo son enfermedades tremendamente contagiosas, y cuando se instalan en la mente de los ciudadanos es imposible elaborar y llevar a cabo cualquier proyecto común. Hay quien cree que la solución es huir, separarse del resto, como si esos males no fueran con ellos: doble ración de hipocresía.

La solución no pasa ni por desentenderse ni por huir, pasa por erradicar toda esa peste, por reconstruir nuestro sistema de valores, hacer que los españoles volvamos a confiar los unos en los otros, en nuestro sistema, en nuestra economía, en nuestros líderes, en nuestra capacidad de volver a ser una sociedad sana y con ilusión. Llevará mucho tiempo, pero no tenemos otra. O lo conseguimos o llegará un momento en que esto no habrá quien lo arregle.