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El mercado y los populismos

Los populismos, sean de derechas o de izquierdas, están en crecimiento, asociados a ideas nacionalistas excluyentes. En mi opinión son un grave peligro para la convivencia. Pensemos en lo sucedido en recientes consultas electorales, en Austria, en Francia, en Reino Unido o en Alemania. Que Donald Trump haya ganado la candidatura republicana para las próximas presidenciales en EE UU, teniendo en contra al poderoso aparato del partido, es una muestra más de lo que pretendo decir: todo este avance del populismo solamente se puede conseguir con el apoyo explícito de lo que tradicionalmente ha venido denominándose como clase obrera y que, en la actualidad, sería más atinado identificar como las clases más desfavorecidas y las clases medias. Parece llamativo, pero no lo es. A lo largo de los últimos treinta y muchos años esas capas sociales han ido perdiendo peso en su participación en la distribución de la renta de sus países. Las desigualdades internas han ido creciendo hasta convertirse, en muchos casos, en políticamente insostenibles. Frente a esa realidad, los partidos «tradicionales» han estado y están adormecidos, lo que ha ido creando el caldo de cultivo en el que mejor se desenvuelven los populismos; inicialmente desestabilizan todo «lo establecido» y, posteriormente, ensalzan las virtudes de lo propio: «primero los británicos», o los alemanes, o los españoles; levantan muros y expulsan a los que son distintos.

El origen del problema está en la economía, en la ideología económica y en la ausencia de respuestas adecuadas. Parece que no somos capaces de aprender de la historia. Resumiendo, podemos decir que fue la enorme desigualdad de finales del siglo XIX y principios del XX, la que dio lugar al auge de los nacionalismos populistas, y a dos guerras mundiales. Solamente después de pagar un precio tan alto y, en parte, también como antídoto al avance de los regímenes comunistas, tomó cuerpo lo que conocemos como estado del bienestar, con una época de auténtico esplendor económico, con crecimientos sólidos y constantes, tras la Segunda Guerra y hasta los años 70, con una significativa disminución de.las desigualdades. Toda esta construcción, que parte del New Deal en EE.UU. y del Plan Marshall en Europa, se desmorona en los 80. Se proscriben las políticas de demanda diseñadas por JM Keynes, que fueron la base de tal paradigma, y son las de oferta las que han de asegurar nuestra prosperidad. Para algunos, las cuestiones, cuanto más simples mejor. Ronal Reagan y Margaret Thatcher proclaman «dos grandes verdades»: 1) el mercado siempre es bueno; 2) lo público está totalmente equivocado. Sobre esos dos pilares las directrices son muy claras: como norma general, hay que abolir las regulaciones y bajar los impuestos (especialmente a los más ricos, ya que éstos ahorran más) así seremos «más productivos».

Es lo que, de una forma un poco más sofisticada, el economista John Williamson denominó, en 1989, el Consenso de Washington, construido sobre diez principios, que pueden resumirse, esencialmente, en la liberalización de la economía, mediante la expansión de las fuerzas del mercado, y la reducción del Estado. Los mercados competitivos, sin restricciones, favorecen el crecimiento económico y retribuyen a todos y cada uno de los factores de producción según su aportación al proceso. La cuestión está en que no hay mercados perfectamente competitivos, sino que una economía de mercado sin restricciones conduce inexorablemente hacia la competencia monopolística y el aumento de la desigualdad en la distribución de la renta.

La desigualdad no se produce, exclusivamente, entre personas físicas, en función de sus niveles retributivos, también entre las empresas, en función de su «poder de mercado». En una economía perfectamente competitiva, las empresas son tantas y tan pequeñas que son precio aceptantes. En el estadio actual de una economía capitalista, básicamente desregulada, en el mejor de los casos la competencia es oligopolística, donde las grandes compañías se concentran en conseguir y mantener barreras de entrada «de hecho», con, al menos, la colaboración pasiva de las autoridades, incapaces de establecer una adecuada normativa antimonopolística para limitar el poder de mercado, lo que les permite ser precio oferentes y obtener elevados beneficios extraordinarios. ¿Cómo puede defenderse las desorbitadas retribuciones de los muy altos ejecutivos de las empresas más grandes, en base a su supuesta contribución social, cuando hemos visto que aquellos que provocaron la profunda crisis económica de la que, todavía, no nos hemos recuperado, además, han sido «premiados» con importantísimos bonus e indemnizaciones? No son sus rendimientos marginales los que explican sus ingresos, es su posición de poder la que lo hace.

Podríamos decir, por tanto, que si los mercados fueran, fundamentalmente, eficientes, entonces, además, serían «justos», y los gobiernos no podrían hacer demasiado para mejorar esa posición. Pero si, como sucede en la realidad, los mercados funcionan en base a relaciones de poder, que favorecen la explotación, entonces, la esencia del liberalismo desaparece. La aplicación del Consenso de Washington, convertido en un dogmatismo fundamentalista del mercado, ha ido reduciendo, durante años, el gasto público, destruyendo las clases medias e incrementando la desigualdad, hasta niveles difícilmente aceptables. Todo ello ha ido beneficiando la formación de opciones populistas y patrióticas. Los partidos políticos tradicionales europeos tienen el gran reto de redefinir el modelo: es la única opción viable a medio plazo. Si no son capaces de dar una respuesta adecuada, me temo que nuestros hijos y nietos nos lo echaran en cara.

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