Que nuestra comunidad autónoma está infrafinanciada, que recibimos menos inversiones del Estado de las que nos corresponderían, que acumulamos una deuda injusta y que somos una comunidad pobre en relación con nuestro PIB per cápita y que, a pesar de todo ello, somos contribuyentes netos para la solidaridad interterritorial que, paradójicamente, debería practicarse con nosotros y no al revés, es algo conocido por empresarios, sindicatos y políticos, pero me temo que todavía ajeno al sentimiento de nuestra ciudadanía.

Es verdad que la economía mejora: los hidrocarburos, de los que somos tan dependientes, han caído de precio; el BCE compra deuda pública y privada poniendo coto a la prima de riesgo y facilitando y abaratando la financiación de estados y empresas; las circunstancias geopolíticas favorecen el turismo en nuestro país y en nuestra comunidad; y la austeridad practicada por la UE se ha relajado, de tal manera que el objetivo de déficit público que se exigía para el 2013 es el que se nos impone para el 2018. Son todos estos factores positivos en los que nuestro Gobierno tiene poco mérito. Muy al contrario, si tenemos más dificultades para cumplir con el déficit es precisamente por la bajada en el IRPF que el PP puso en práctica con fines exclusivamente electoralistas; pero más allá de políticas y circunstancias concretas, la elección para el ciudadano debe ser entre modelos económicos.

El liberalismo defiende menos impuestos, menos intervención pública, menos regulación y menos sindicatos como condiciones para favorecer la competitividad de las empresas y su éxito. Se trata de ganar para crecer. Cómo se reparte la riqueza parece estar al margen de sus preocupaciones, siempre habrá una migaja para los menos capacitados; o cómo se crea riqueza sin clase media y consumo, supongo que lo remiten al éxito exportador. Para el modelo socialdemócrata, partidario de gravar el beneficio y las rentas como principal instrumento para establecer y sufragar un Estado del bienestar que corrija las desigualdades y proteja a las personas, la mayor dificultad en su aplicación ha venido de la mano de la globalización: el capital, la inversión, se mueve libremente allí donde hay menos regulación, menos sindicatos y menos impuestos.

Los Estados compiten entre sí cediendo derechos y libertades, ofreciéndose impúdicamente. La socialdemocracia no está contra la economía de mercado, pero tiene el gran reto de favorecer la igualdad, el reparto de la riqueza sin perjudicar el crecimiento. Para lograrlo necesita una estructura política mayor que la de un Estado, por eso la UE se presenta como la única esperanza capaz de imponer el interés de sus ciudadanos al de las multinacionales: 500 millones de consumidores con alto nivel de renta pueden fijar condiciones al capital que España o cualquier otro país de la Unión por sí solo no podría; también defiende sindicatos fuertes capaces de redistribuir, mediante la negociación colectiva, el beneficio entre accionistas y trabajadores.

Pero, a mi juicio, lo fundamental es que los políticos digan la verdad. Que asuman que gobernar es elegir y que el que no comparta esa elección no te vote. No se gobierna desde un modelo que lo es económico, social y cultural, para los intereses de todos, pero si para el interés común. Los ciudadanos merecemos saber qué derechos, libertades, cargas o sacrificios se nos proponen, qué modelo de sociedad se nos ofrece, qué dificultades hay para alcanzarlo; con honradez, con transparencia, con ejemplaridad. Por eso es tan penoso escuchar que sin subir impuestos y sin reducir gasto social se van a cuadrar las cifras de déficit; por eso es tan lamentable escuchar que si unos cuantos diputados traicionan a su partido en la presente investidura, nuestra comunidad verá resueltos sus problemas de financiación. La Comunitat Valenciana tiene un gran potencial lastrado por una financiación injusta y por una parte de la clase política que no la defiende, sino que la subasta. Afortunadamente, todavía nos queda la democracia. Ejerzámosla.