inalmente, el pasado domingo, 30 de octubre, se firmó el Acuerdo Económico y Comercial Global (CETA por sus siglas en inglés) entre la Unión Europea y Canadá. Eso sí, después de unas semanas en las que parecía que Valonia convertiría a la UE en el hazmerreir del mundo entero, al paralizar la firma del acuerdo, llegando incluso a que se anulara la primera cumbre prevista para tal fin.

Si se analiza lo sucedido, es fácil afirmar que nos encontrábamos ante una auténtica locura: una pequeña región belga, de apenas tres millones y medio de personas, relativamente empobrecida, como consecuencia de la desindustrialización, es capaz de bloquear un acuerdo que, dentro de Europa, afecta a 508 millones de ciudadanos, y que ha tardado siete años en ser negociado. Sin duda, a una conclusión así, se llega utilizando la «cabeza». Pero resulta que los seres humanos, al menos una gran parte, también tienen «corazón» y, por tanto, nos equivocaríamos si no entendiéramos que ha habido mucha gente que animaba al grito de: «Adelante Valonia».

Afortunadamente, al final, han prevalecido las cabezas frías, pero los líderes políticos ya tienen sobre la mesa una advertencia más (y no sé cuántas van ya), de la que deberían tomar buena nota: si los gobiernos democráticamente elegidos no velan por los intereses de sus ciudadanos, esos ciudadanos se volverán contra ellos, aunque para conseguirlo tengan que ponerse detrás de cualquier partido populista, aún a costa de que el resultado final pueda ser mucho peor.

Canadá es uno de los socios comerciales más progresistas que la UE pudiera desear tener y, además, es difícil creer que el CETA estuviera amenazando, realmente, los principios o la renta de la región valona. Lo sucedido significa que no están en juego los detalles de un acuerdo comercial; esa sería una interpretación excesivamente estrecha y simplista. Lo que realmente revela es que los políticos en general, y particularmente la estructura tecnócrata y burocrática de la Comisión Europea, apenas han aprendido algo sobre el debate en curso en relación con los ganadores y los perdedores de la globalización.

Contestación

Lamentablemente, cuando se produce una gran contestación social contra, por ejemplo, el proyecto de Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP por sus siglas en inglés) entre la UE y EE UU, los funcionarios de Bruselas, en lugar de ponderar la situación, se defienden acusando a los críticos de «proteccionistas» y «antiamericanos», cuando en realidad uno puede ser partidario del libre comercio, sentir un gran afecto por los ciudadanos estadounidenses y, al mismo tiempo, estar en contra del contenido actual del TTIP. No existe ni el más mínimo atisbo de reflexión sobre si se está haciendo bien o mal.

Pensemos en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), simplemente porque ya acumula suficiente experiencia „fue firmado en diciembre de 1992. Contra lo prometido por sus impulsores, ni ha generado tanto crecimiento económico, ni ha creado los puestos de trabajo que se preveían; pero, en su lugar, se han desplegado centenares de demandas de empresas multinacionales contra gobiernos soberanos, por ejercer sus funciones, al entender que «perjudican los intereses» de quienes las promueve. NAFTA está hoy totalmente desacreditado.

Existe un error de base si se piensa que la cuestión es si se está a favor o en contra del libre comercio. Si Adam Smith y David Ricardo levantaran la cabeza y leyeran el borrador del TTIP, volverían corriendo, y escandalizados, a sus tumbas.

Pero si se hacen las cosas tan mal, lo normal es que se levante una revuelta, por injusta que pueda ser, contra la globalización. Deberíamos pensar que Europa es lo que es hoy, gracias a que EE UU abrió sus fronteras a las producciones europeas tras la Segunda Guerra Mundial. El mundo, globalmente considerado, está hoy más desarrollado y es menos desigual, como consecuencia de la explosión del comercio, vivida en las décadas de 1990 y 2000, con la creación de la Organización Mundial del Comercio, la suscripción acuerdos bilaterales y regionales de comercio y la incorporación de China.

La globalización es imparable. La cuestión es qué tipo de globalización queremos que prevalezca y cómo hemos de hacer para que la misma no destroce las costuras de nuestras sociedades. En otros términos, cómo se compensa a los perdedores de la globalización.

Han sido las críticas iniciales a muchos de los aspectos contenidos en el CETA lo que ha hecho que finalmente se haya mejorado, en mucho, su redacción final. Pero tuvo que ser el Parlamento Europeo el que advirtiera a la Comisión de que, sin los cambios que se exigían, nunca contaría con su visto bueno. El descontento con las reglas de arbitraje internacional existentes en algunos tratados, ha ido creciendo con los años, ya que el sistema está repleto de reclamaciones injustificadas de empresas contra las legítimas normas de gobiernos nacionales, y, lo que es peor, se han producido muchos fallos cuestionables de los tribunales privados de arbitraje, que transmiten la sospecha de que han existido sesgos favorables a las empresas.

En la última versión del CETA, afortunadamente, se prevé establecer un tribunal con jueces permanentes y procedimientos de apelación. Esto sitúa al TTIP en una situación totalmente agónica. Ni el Parlamento Europeo podrá aceptar las reglas de arbitraje previstas en el mismo, mucho menos después de las mejoras introducidas en el CETA; ni es de esperar que el Congreso de EE UU esté dispuesto, por primera vez en su historia, a aceptar que las empresas o las políticas estadounidenses se sometan al escrutinio de un tribunal internacional.

Élites políticas

Las élites políticas deberían trabajar con inteligencia, y pro actividad, en un asunto de la importancia del libre comercio, en el que, según estamos comprobando, el populismo tiene muy fácil «capturar» adeptos entre los perdedores de la globalización y los perjudicados de las nefastas políticas de excesiva austeridad presupuestaria.

Maurice Obstfeld, economista jefe del FMI, insiste en que, para mejorar las perspectivas económicas, es vital aumentar la integración comercial, y el organismo, como tal, muestra su preocupación por la existencia de brotes proteccionistas. Pero avanzar, como resulta deseable, en la globalización, haciéndola sostenible, exige que aprendamos de los errores cometidos y, como principio, poner siempre por delante los derechos de las personas, a las exigencias del comercio y las inversiones.

Parece que el CETA se ha salvado. Como de toda situación conflictiva es positivo obtener enseñanzas, también deberíamos concluir que es imprescindible reflexionar sobre la gobernanza europea. Hay que evitar el contrasentido de que tres millones y medio de ciudadanos puedan bloquear la voluntad de 508 millones. Y también habría que sortear que, después de su firma, se inicie un larguísimo y farragoso proceso de ratificación, por parte, no sólo. de los parlamentos canadiense y europeo, sino por los de todos los estados miembros de la UE.