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Opinión | Tribuna

El caso Lladró como aviso a navegantes

Durante más de diez años, en multitud de artículos y un buen número de libros publicados, he ido advirtiendo sobre lo que estaba pasando en Lladró y vaticinando lo que finalmente, por desgracia, ha sucedido

Durante más de diez años, en multitud de artículos y un buen número de libros publicados, he ido advirtiendo sobre lo que estaba pasando en Lladró y vaticinando lo que finalmente, por desgracia, ha sucedido. Durante todo este tiempo he recibido muchas críticas y muy pocas muestras de comprensión. Entre las primeras, las que más me han dolido han sido las que daban a entender que lo mío era despecho, y que lo que estaba ocurriendo no era más que una pelea entre hermanos. Y el consejo que me he tenido que oír reiteradamente es el de que callara y me limitara a colaborar. Siempre que alguien me decía eso me daba cuenta de que no había leído nada de lo que yo había escrito. Y era un consejo realmente exasperante, porque una de las cosas que estaban sucediendo y yo estaba denunciando, era que el socio mayoritario se había encerrado en su torre de marfil, junto con un pequeño grupo de personas, y se había hecho totalmente inaccesible, con un desprecio absoluto hacia el resto de los socios, mientras no paraba de tomar decisiones equivocadas. Mi manera de ayudar era denunciar esa situación para romper el aislamiento en el que se estaba cociendo la quiebra de una empresa que hoy tantos lamentan y, posiblemente, algunos celebran. No ha sido «un sueño roto», como alguien ha titulado, ha sido «una realidad asesinada».

Hoy, ya no me queda sino advertir a quienes se hallan en la situación en la que nosotros nos encontrábamos hace un par de décadas sobre los peligros que les acechan. Seguramente se sentirán en la cumbre, invulnerables, protegidos por su éxito. Cuidado. Si están al frente de una empresa familiar han de saber que la mayoría tienen los días contados, porque las empresas familiares llevan en su seno el germen de su destrucción. Si no me quieren creer a mí, consulten las estadísticas: sólo el 33 % de las empresas familiares pasan a la segunda generación, y de estas, el 80 % no consigue pasar a la tercera, es decir, que las posibilidades de pervivir que tiene una empresa familiar en nuestro país a corto y medio plazo no llegan al 10 %.

Al principio, las empresas familiares son una aventura emocionante. No hay nada tan hermoso como una familia unida mientras construyen algo juntos y hacen frente a las adversidades y a los enemigos comunes. Pero llega un momento en que los miembros de esa familia han de defenderse de sí mismos. Han de sustituir el voluntarismo y las buenas intenciones por unas reglas de juego claras que todos se vean obligados a acatar. En la medida en que crezca la suerte y la fortuna de la empresa que poseen en común, las discrepancias van a ir en aumento, los egos se van a disparar y más de uno va a perder de vista la realidad. El éxito es una droga que emborracha, que hace perder los sentidos a los débiles de carácter, a los pobres de espíritu, a los mediocres.

La conjura de los mediocres es un fenómeno que no ocurre sólo en las empresas familiares, es algo bastante estudiado que se da en todos los modelos de organización. Pero mientras que en todos esos ámbitos hay establecidas previamente un conjunto de normas y procedimientos que, mejor o peor, consiguen que nadie ni nada se salga de su cauce, en una empresa familiar eso, de entrada, no existe. Al principio, a los miembros de una familia que han decidido emprender una aventura empresarial solo les une el sentido del clan y los intereses comunes, un acuerdo tácito que no está reflejado en ningún papel y que, por tanto, cualquiera se puede saltar a la torera cuando le venga en gana. Y, créanme, ese momento llega tarde o temprano. Si una empresa familiar se enfrenta a la sucesión generacional sin un reglamento interno, sin unos criterios para gobernarse a sí mismos, es porque está ya controlada por los más mediocres.

Un país que no protege a sus empresas no se protege a sí mismo. Y para hacer eso no hace falta ir contra el principio de la libre iniciativa. Sería tan sencillo como establecer por ley la obligatoriedad de que todas las empresas se doten de un protocolo interno. Igual que por ley han de cumplir una serie de obligaciones contables, fiscales o laborales, por ley habrían de tener ese protocolo, que podría tener tantas disposiciones opcionales como se desee, pero también una serie de cláusulas obligatorias, igual que cualquier otro contrato mercantil. Esas cláusulas obligatorias deberían impedir que, sin menoscabo de sus derechos elementales, nadie pueda seguir al frente de una empresa si la está haciendo perder dinero de manera continuada, o si está traicionando sus principios, o si no está siendo leal con el resto de socios, trabajadores y contribuyentes. Cada grupo de socios establecería los límites de estos requisitos dentro de unos rangos preestablecidos, y se encargaría de velar por su cumplimiento. Las sanciones derivadas de la violación de ese protocolo serían el resultado de un acuerdo entre socios, con lo cual el derecho constitucional de la libertad de empresa quedaría a salvo. Y la mayoría de las empresas y la propia viabilidad del Estado también. Así de sencillo.

No se me ocurre que nuestros legisladores puedan tener en estos momentos una prioridad mayor, aunque sí que me imagino por qué la mayoría de los empresarios, sobre todo los que ahora se sienten en la cresta de la ola, puedan estar en contra de mi propuesta: por las mismas razones que, como he recordado antes, el 80 % de las empresas familiares no pasan de la segunda generación. Por grande que sea. Pocas lo fueron tanto como Lladró y ahí la tienen.

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