Desde la publicación del libro «Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva» (Richard Wilkinson y Kate Pickett, 2009), ha quedado demostrado que la desigualdad, una vez se tiene acceso a los recursos esenciales para vivir, es el factor que mejor explica la felicidad o infelicidad. Según multitud de índices, la desigualdad ha aumentado de manera muy rápida hasta el punto de reducir de manera severa el peso de la «clase media», en un proceso de creciente polarización social entre ricos y pobres. Paul Krugman denominó a este concepto «gran divergencia» (aumento de la desigualdad interna), frente al de «convergencia» (redistribución de recursos y riqueza entre países ricos y pobres).

Algunos trabajos señalan que los países con mayores desigualdades económicas tienen mayores problemas de salud mental y drogas, menores niveles de salud física y menor esperanza de vida, peores rendimientos académicos y mayores índices de embarazos juveniles no deseados. Por el contrario, los países desarrollados más igualitarios obtienen un mejor comportamiento en los índices de bienestar social.

Se atribuye la desigualdad a la globalización, a la desregulación, a razones políticas, financieras, tecnológicas, culturales o educativas. Thomas Piketty, entre otros, considera que es intrínseca al sistema capitalista y se deriva de su propia evolución, a menos que se introduzcan mecanismos correctores. En «El capital en el siglo XXI» (2014) analiza la evolución de la riqueza en Europa y EEUU durante los últimos 250 años y muestra que la acumulación de riqueza aumenta más deprisa que el crecimiento económico, incrementando la desigualdad. Hasta Barack Obama, en el debate sobre el estado de la nación de 2014, señaló que la desigualdad era uno de los mayores retos para EEUU, país fundado sobre la base del ideal meritocrático y amenazado ahora por unas élites que se perpetúan gracias al sistema.

La crisis económica, social y medioambiental y los movimientos políticos que cuestionan el modelo de referencia occidental del último siglo, probablemente conducirán a cambios importantes en el consumo y en la manera en la que se conducen los ciudadanos. Preservar a toda costa el actual modelo económico podría suponer, como imagina Susan George en «El Informe Lugano II» (2013), la exclusión social de masas enormes de población bajo el dogma de que son tiempos de austeridad, con recortes que afectan en particular a los que menos tienen, mientras las élites se hallan a salvo, en un proceso de profunda polarización social.

Como alternativa, una sociedad igualitaria alumbraría bienes y servicios innovadores accesibles e introduciría cambios en el modelo social mediante iniciativas educativas, formativas y culturales. Mejoraría así la calidad de vida de las personas en tanto que concepto subjetivo y complejo que depende no sólo de los recursos que las personas tienen y utilizan sino de sus expectativas, marcadas por las referencias sociales a su alrededor.