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Soberanía económica

En un mundo tan integrado como el actual, para una economía plenamente desarrollada, es una quimera pensar, de buena fe que se puede ostentar soberanía económica, siendo «independiente».

La soberanía económica hace mucho tiempo que, para bien, se perdió a nivel nacional. El sistema económico de un país avanzado está ya demasiado integrado, como para pensar que eso es algo que se puede reorganizar, de la noche a la mañana, sin unos costes, económicos, políticos y sociales, incalculables.

Intento referirme al Reino Unido de la Gran Bretaña, y al manejo de los falsos argumentos que utilizaron, y siguen usando, los partidarios de abandonar la Unión Europea. No obstante, las conexiones de tal «ideario» con el llamado procès, son más próximas de lo que muchos pueden pensar.

Recientemente (17/10/2017), el periódico catalán de más prestigio y difusión, La Vanguardia, publicó una entrevista con el belga Paul de Grauwe, profesor de Economía en la London School of Economics, cuya lectura es particularmente recomendable.

Me limitaré a destacar un par de frases que, el periodista le atribuye: 1) «dentro (de la Unión Europea) pierdes una parte de soberanía propia y ganas la compartida; fuera, no pintas nada, aunque te quieras creer más soberano e independiente. El Catexit se parece mucho al Brexit en ese punto»; 2) la hipotética independencia de Cataluña, «como el Brexit: son fruto de pulsiones nacionalistas que siempre llevan al desastre».

Además, añade que el Reino Unido, que tiene 60 millones de habitantes, podrá, en su caso, soportar mejor no tener acceso al mercado único europeo, pero que Cataluña, en la situación planteada, ni tan siquiera tendría acceso al mercado español, por lo que, tras la euforia de las banderas y los himnos, el desastre sería mayúsculo.

No obstante, como tengo filias catalanas, de las que ni me escondo, ni me arrepiento, por higiene mental, prefiero seguir hablando del Reino Unido, en el convencimiento de que el lector sabrá encontrar las oportunas vinculaciones.

Fantasía

Argumentar, como hicieron los brexiteers, que el Reino Unido, con su salida de la UE, recuperaría su soberanía económica es, simplemente, una fantasía. Gran Bretaña es una economía extremadamente abierta, en la que su sector exterior (exportaciones e importaciones), suponen más del 60 por ciento de su Producto Interior Bruto.

Una economía que depende tanto de su comercio exterior, normalmente, necesita de sus importaciones para hacer posible su propia producción, que después exporta, por ello, de facto, no puede ser totalmente soberana.

La cuenta corriente de la balanza de pagos del Reino Unido tiene un déficit muy elevado, que, no se ha corregido después del anuncio del Brexit y la consiguiente depreciación de la libra esterlina.

Como ha quedado dicho, el Reino Unido -dentro de la Unión Europea- es una economía muy abierta, pero sus autoridades económicas tienen un control muy escaso sobre los precios a los que se puede materializar el comercio. La libra esterlina se ha depreciado notablemente desde la votación favorable al Brexit, pero el gobierno no ha podido hacer mucho a ese respecto.

El Banco de Inglaterra, inicialmente, pensó que los consumidores británicos «descontarían» que ello implicaba una caída de su renta disponible en términos reales, y que, por tanto, consumirían menos, lo que provocaría una caída del crecimiento económico.

El resultado real, esencialmente, ha sido que los británicos han mantenido un ritmo imprevisible de consumo a costa de reducir su tasa de ahorro. Eso es insostenible a largo plazo.

Un elemento esencial de la «soberanía» es el control de la inmigración -uno de los factores esenciales de los partidarios del voto a favor del Brexit. Sin embargo, ya se sabe que cortar la inmigración implicaría un daño inmenso a la producción de bienes y servicios.

El tamaño actual de la dependencia, en número, pero también en habilidades y experiencia, de los extranjeros que trabajan en el Reino Unido, es tal, que no hay forma de que pudieran prescindir de esta mano de obra, porque, simplemente, no tendrían capacidad para sustituir a los trabajadores bajo un régimen más autárquico.

Pero en estas estamos, más de dos años después de haber votado a favor de la salir de la Unión Europea. Primero, el gobierno de Theresa May tardó lo indecible en poner en práctica el artículo 50 del Tratado de la Unión.

El gato y el ratón

Desde entonces nada se ha avanzado, y el tiempo corre, y la incertidumbre crece. La incertidumbre para nada beneficia a la economía. Los inversores, como es lógico, quieren tener el panorama lo más claro y definido posible. Si no, la respuesta es, como mínimo, paralizar las inversiones, si no, directamente, huir. Están jugando al gato y al ratón. ¿Les suena a algo?

El gobierno británico, aún siendo un gabinete monocolor, no tiene una postura única y común sobre el Brexit. Algunos ministros discrepan públicamente --y presionan-- a Theresa May, sin poder real alguno, para conducirla por el camino que les interesa.

En la práctica, eso supone que la posición del Reino Unido en la negociación se asemeje mucho a un farol. De ahí la frase: «ningún acuerdo, mejor que un mal acuerdo».

Sin duda, que no se alcance un acuerdo nos llevaría a lo que se conoce como una salida dura, opción muy mala para todos, pero, particularmente horrible para el Reino Unido; no obstante, esto es lo que defienden los partidarios más extremos del Brexit, encabezados por el ministro de asunto exteriores, Boris Johnson.

El señor Johnson desprecia la constitución no escrita del Reino Unido cuando publica artículos que contradicen abiertamente las posiciones acordadas en el consejo de ministros, y esto, de acuerdo con la doctrina establecida por la Cámara de los Comunes, es una violación de los principios constitucionales establecidos, ya que si un ministro no está de acuerdo con una política del gobierno sigue teniendo el deber de apoyarla públicamente.

Termino como empecé, en el mundo integrado actual, es ilusorio pensar que podemos mantener una presunta soberanía económica. La perdimos hace mucho tiempo. Para bien. Porque una cosa es la soberanía formal, y otra muy distinta, la soberanía real, aquella de la que pueden beneficiarse los ciudadanos, protegidos por más derechos, sociales, laborales, medioambientales, etcétera, bajo el paraguas de una organización política muy fuerte, frente a los poderes económicos reales de las grandes empresas multinacionales.

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