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Un precio alto para el carbono

Un precio alto para el carbono

Las emisiones de dióxido de carbono han vuelto a aumentar en 2017, mientras los investigadores advertían, de nuevo, que se está agotando el tiempo si realmente se pretende detener y revertir los efectos nefastos del cambio climático, que amenazan muy seriamente el bienestar humano y causan daños sustanciales a la Tierra.

Sin embargo, aunque la gravedad de la situación es incuestionable, los gobiernos no están adoptando medidas realmente eficaces para cambiar el comportamiento de todos los agentes que influyen en las emisiones de gases de efecto invernadero: las propias administraciones, las empresas y los ciudadanos en general.

El economista William Nordhaus, recientemente reconocido por la Fundación BBVA con el premio Fronteras del Conocimiento, en la categoría de cambio climático, ha señalado que el Protocolo de Kioto no ha tenido muchos efectos, ya que no se ha penalizado a nadie por incumplir lo pactado, y considera que los acuerdos sobre el clima de París van en la misma dirección, o sea, también son totalmente insuficientes.

Para Nordhaus, la economía del cambio climático es algo relativamente sencillo, basta partir de la evidencia de que prácticamente todas las actividades requieren, de forma directa o indirecta, la utilización de combustibles fósiles, que son los que emiten el dióxido de carbono que se acumula en la atmósfera y provoca el calentamiento global. Por eso se requiere una respuesta igualmente sencilla: poner un precio al carbono que pueda ser efectivo.

¿Quién no utiliza energía eléctrica de forma continuada? La respuesta es obvia, nadie, al menos en el mundo avanzado del que formamos parte. Pues bien, cuando con la mayor naturalidad conectamos nuestro frigorífico a la red eléctrica, con la finalidad de conservar alimentos, o nos desplazamos, con vehículo propio o en el transporte público, para acudir a nuestro puesto de trabajo o ver un espectáculo, de forma inconsciente, estamos colaborando activamente a la emisión de dióxido de carbono. Se supone que no es esa nuestra pretensión, pero sí es una «consecuencia» inevitable.

Esa «consecuencia» es un fallo de mercado que se conoce como externalidad negativa. Estamos ante un fallo de mercado porque el precio --en el caso que nos ocupa, el precio de la electricidad o el de la gasolina-- no tiene en cuenta todos los costes. Aceptemos que sí incorpora el coste total de producción, pero no el coste social, actual y futuro, que producen las emisiones de gases de efecto invernadero.

La Economía nos dice que deberíamos corregir ese fallo de mercado, de forma que cualquiera, sea empresa o particular, que, consciente o inconscientemente, vaya a hacer uso del carbono, tenga que pagar un precio que no sólo incorpore el coste de producirlo, sino también el coste social que generan las emisiones.

Por ello, abordar el problema con mecanismos como los previstos en el protocolo de Kyoto (los derechos de emisión) o en los acuerdos sobre el clima de París no es eficiente, porque contienen un exceso de voluntarismo. Nordhaus defiende que la estrategia más adecuada, para retrasar o evitar el cambio climático, consistiría en aplicar un precio elevado al carbono, esto es un impuesto, acordado internacionalmente, a las emisiones de dióxido de carbono que genera el consumo eléctrico o de combustibles fósiles.

El sistema de precios, en una economía de mercado, es un poderoso mecanismo que transmite información y ayuda a regular el mercado de una forma eficiente. Por ello, aumentar el precio del carbono, a través de los precios de las distintas fuentes de energía que dan lugar a las emisiones de dióxido de carbono, incorpora incentivos muy potentes para que los distintos agentes económicos cambien sus comportamientos.

Cualquier buen manual de introducción a la Economía nos enseña que los agentes económicos toman sus decisiones comparando costes y beneficios, motivo por el que, cuando se modifican estos, cambiará la conducta de los mismos: en otras palabras, los individuos responden a los incentivos y ello es algo que los poderes públicos, que diseñan políticas, deben tener muy presente.

Si se eleva el precio del carbono, a través del impuesto citado, se está transmitiendo información a los consumidores sobre qué bienes y servicios producen emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera y que, por tanto, debería moderarse su consumo; a mayor precio, menor demanda.

También se envía información a los productores sobre qué factores de producción utilizan más carbono: no es lo mismo la electricidad producida en una central térmica de carbón, que la electricidad producida por generadores eólicos o placas solares, moviéndoles a utilizar tecnologías menos contaminantes, para evitar pagar por la contaminación que producen.

Y, además, también se están generando incentivos para la innovación de nuevos procesos y productos con bajos niveles de emisiones de carbono, que estén en condiciones de sustituir a los actuales, más contaminantes.

La cuestión, nada fácil de responder, es ¿cuál debe ser el precio de emitir dióxido de carbono? Por supuesto que ha de ser suficientemente alto como para conseguir cambiar los comportamientos, pero ¿cuánto de alto? Ahí encontraremos grandes diferencias entre quienes quieren priorizar sobre cualquier otra cuestión la drástica reducción de las emisiones, y quienes consideran que hay que buscar un punto de equilibrio entre objetivos que están enfrentados, como son prevenir el cambio climático y mantener el crecimiento económico. Cuanto más rápido se quieran reducir las emisiones, más limitaciones al crecimiento se estarán imponiendo.

Otro factor en liza, que introduce fuertes incertidumbres respecto al cambio climático es la posible evolución de las tecnologías de la energía durante las próximas décadas. Retrasar el cambio climático de forma muy efectiva, sin perjudicar seriamente el crecimiento económico, exigirá disponer de tecnologías novedosas, que sean relativamente baratas y que no dañen el medio ambiente. Ahora bien, la historia nos demuestra que los grandes inventos son, en la mayor parte de los casos, sucesos muy impredecibles, aunque no serán posibles sin que exista un ambiente que favorezca la innovación y el emprendimiento. Un precio elevado para las emisiones de carbono ayudaría claramente a ello.

Mientras no dispongamos de esas tecnologías que están por llegar, la forma más sencilla de avanzar en la reducción de las emisiones es acordar un precio para el carbono, un impuesto internacionalmente establecido por acuerdo de los Estados. Los actuales derechos de emisión no son una solución eficiente, tal y como lo demuestra el aumento de las mismas. Se podrá discutir sobre el «cuánto», pero cualquier persona racional estará conforme que ha de ser mucho más elevado que el actual, que en la práctica, en muchos lugares del mundo, es nulo o muy reducido, por lo que resulta rentable emitir gases.

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