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¿Estamos tontos o somos políglotas ?

¿Estamos tontos o somos políglotas ?

Un joven amigo mío, el valenciano Diego Moya, creó ahora hace cuatro años una empresa. El y el cofundador, Sebastien Borreani, se saltaron la tendencia y apostaron por ponerle el nombre en castellano Entrenarme, algo que es noticia en el mundo de la comunicación corporativa frente a la moda irresistible de bautizar con la lengua franca del inglés.

La firma Entrenarme es ahora la mayor plataforma digital de entrenadores personales y centros deportivos del mundo con presencia en España, Chile, Reino Unido y Estados Unidos y con proyectos para trabajar en Lationamérica y el resto de Europa. Y el nombre nunca ha sido una barrera. Su CEO explica que «nosotros creemos en los nombres en español, queríamos tener un nombre con el que rápidamente se entendiera nuestra esencia y lo que hacemos». ¿Y han encontrado problemas para la expansión? Pues, no.

¿Por qué, entonces, estamos rodeados de anglicismos, mires por donde mires y se emplea tan poco el castellano o el valenciano? ¿Qué se gana, a parte de las que se dirigen a un mercado internacional? Ya sé que cuestionar este asunto en una ciudad que se llama así misma «La ciudad del running» es jugársela, pero ¿no deberían primar otros valores antes de caer en un paletismo «marquetiniano»? El nombre de una firma tiene que tener un sentido, responder a razones, pero no a la de parecer lo que no es.

A poco que uno observe percibe el uso indiscriminado y sin sentido del inglés a su alrededor. En centros de belleza (Hair Style, Fast Beauty, Wonder hair... ), conciertos de música (Guitar festival, New year's day, Black Music Festival, Electrosplash... hasta el Spring Festival para niños en el jardín del Turia)... en todos los sectores: sanidad, deportes, cultura, restauración, turismo...

Los mensajes publicitarios en vallas, paradas de autobús... ya nos llegan por doquier en inglés. ¿A quién le venden esos productos?

¿Y hablando de la publicidad? Un glosario de los términos que se emplean es casi tanto inglés como castellano. ¿Y en el márketing? Al igual que en publicidad, se hacen hasta diccionarios en internet para entender los palabros que todo buen profesional de la mercadotecnia debería saber... decenas de ellos con su correspondencia en castellano que nadie usa.

Hasta en los cargos de las empresas no internacionales se ha apoderado la nomenclatura anglosajona, de forma que parece que uno no sea nadie si su función no está nominada por un anglicismo. Existe un traductor de términos para trabajos dentro de las compañías. ¿Se cobra más por tener el cargo en inglés? ¿Somos políglotas o estamos tontos?

¿Y de las empresas emergentes, dícese de las startup? Hay muy pocas, por no decir ninguna que no emplee el inglés para su marca.

Los emprendedores se enfrentan al dilema de bautizar sus creaciones con un castellano que responda a las raices de la firma o en inglés. Pero en su gran mayoría se inclinan por el segundo, pensando en acceder a un mercado global en el que internet es la mejor via de propagación. No hay datos porque la Oficina Española de Patentes y Marcas no elabora estadísticas en esa dirección, pero cualquiera sabe que la proporción en favor de la lengua franca es abrumadora y con términos que no todo el mundo conoce. De las nueve de éxito reseñadas por Valènciactiva, del Ayuntamiento de Valencia, sólo dos, Entrenarme y Comprea, rompen la norma.

La fijación del nombre debe ir junto a unos valores, experiencias, atributos, expectativas que su fundador desea transmitir. El nombre es lo primero que llega al consumidor, es el rostro de la marca y existe antes que su visualización, traza la dirección de la comunicación corporativa y es uno de los factores determinantes para el éxito de la marca, así es que con el «naming», con perdón, bromas, pocas, aunque haya existido en la historia unas cuantas y muy importantes:

A Amancio Ortega se le escapó el nombre de Zorba, como el griego de Anthony Quinn, porque ya estaba registrado, Google responde al homenaje, con errata incluida, de los fundadores del buscador de internet, Page y Brin, al creador del googol, el 10 elevado a 100, que llamó así Edward Kasner a ese enorme número por una expresión de su sobrino de nueve meses, Cisco viene, simplemente, de San Francisco porque un árbol les impedía ver el rótulo de la ciudad al completo, De la Viuda era la confitería donde se comían unos estupendos dulces...

El nombre debe ser entendible, directo, claro, memorable, sonar bien cuando se pronuncie en voz alta, tener un significado, que no se preste a confusiones y ha de estar pensado para adaptarlo al extranjero. Y por más que haya ejemplos de éxito, como IBM o HSBC, no conviene caer en la trampa facilona de las siglas.

Hay toda una técnica para crear los nombres, especialistas para pensarlos con honorarios razonables. Y, si no quiere calentarse la cabeza, aparecen por la red, cómo no, herramientas a las que les puedes introducir las variables de intenciones, producto, mercado, etc y, como en los buscadores de viajes, sale un buen número de propuestas.

Y si no le gusta ninguno, siempre le quedará el encomiable sufijo «val», la auténtica e inconfundible matrícula de nuestras empresas. Seguro que le vienen a la cabeza al menos cinco que acaben asé y sabe de qué van.

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