un amigo y maestro que sabe mucho de periodismo y más, Jesús Prado, nos solía decir a los que aprendíamos de él en la redacción de este periódico y le he oido comentar en distintos foros que los periodistas tenemos que analizar y valorar al mismo tiempo y a toda prisa cuestiones que para un juez requieren meses de plazo y muchas pruebas y testimonios. Que eso requería de un sentido de ecuanimidad, serenidad y ponderación que no siempre se tenía, en la mayoría de las ocasiones apremiados por la urgencia de llegar a tiempo a las rotativas.

Parece que fue hace dos siglos, pero eso fue ayer, como quien dice... antes de que internet y la web 2.0 imprimieran la velocidad angustiosa e irreflexiva con la que se mueven ahora las comunicaciones y la comunicación.

Si entonces tenías ¡toda una tarde! para afinar, ponderar y ajustar el tiro antes de enviar el texto a los «talleres» donde se componían las informaciones para ser imprimidas después, ahora es posible hacerlo en una fracción de segundo, en una convulsión que se puede traducir en una herida social, en un repentino torrente de basura sin sentido ni contenido.

Un torrente que lleva el odio, el engaño, la ilusión a todos los corazones. Porque ahora la información, que llega por los teléfonos móviles -entorno a un 90%- nunca ha estado más cerca de nosotros ni más a mano, ni los sentimientos y emociones han pesado tanto en la opinión. Y, lo que es más, en la actitud.

Aquellos eran los tiempos en los que los poderes tradicionales mantenían sólida y enhiesta la pirámide jerárquica y los medios tradicionales eran los dueños absolutos de la actualidad, de la opinión, de la valoración. En realidad eran/son el enemigo a batir de la comunidad, dispuesta a derribar los muros para imponer su realidad compartida frente a la unidireccional.

Alguna vez he explicado a empresarios que si tu fábrica se quema has de atender dos incendios: el de las llamas... y del de las noticias. Y para ello hay que estar preparado o, por lo menos, tener las herramientas necesarias para controlar y manejar uno y otro.

Ahora ese consejo incluye nuevos frentes, como ya han sufrido más de uno. La información del suceso es ahora más vertiginosa, más impetuosa porque no sólo lo atienden profesionales, sino que también revolotean a su alrededor incompetentes pseudoperiodistas, y además ha de ser atendida al instante. El instante es un plazo agotador y peligroso para el que publica contenidos.

En el caso del asesinato del pequeño Gabriel, la respuesta de la masa social y de algunos medios ha sido paradigmática, la que cabía esperar: irreflexiva, brutal, intencionada en muchos casos, cobarde, siguiendo fielmente el patrón del vómito internauta, en el que incluyo, claro está whatsapp. 1.500 millones de usuarios, 60.000 millones de mensajes al día. Una red aparentemente de todos, pero en la que se mueven -a su gusto y bajo el camuflaje del «uno como tu»- intereses de todo orden en busca de una emoción dirigida.

La reflexión que hacía Patricia Ramirez, la madre del pobre «Pescaito» sobre estas cuestiones, nada más conocerse la confesión de la homicida, me sobrecogió.

Nadie puede imaginar lo que ha sufrido y estará sufriendo, vapuleada por el dolor de la muerte de su hijo, y por el movimiento orquestado - económico, político, social... - entorno al triste final y sus circunstancias.

Me la imagino sola, sin asesores, sin gabinetes de prensa, sin expertos, sin una estrategia de comunicación de crisis, afrontando cada día los embates de un mundo enloquecido que le llevaban cada mañana, tarde y noche, restos pestilentes de la codicia, de la vanidad, del oportunismo social, del político... de pescadores profesionales del río revuelto del dolor y, para colmo, teniendo que contemporizar con la asesina de su hijo.

Pese a todo ello, Patricia, una empleada de la Diputación de Almería, una gran mujer, pudo levantarse y elevar sus sentimientos sobre tanta inmundicia y darnos a todos -a periodistas, a políticos, a blogueros, tuiteros, feisbuqueros...- una lección que yo, al menos, nunca olvidaré. En Onda Cero, Patricia pedía a la sociedad que abandonara la rabia, la condena iracunda: «Que nadie retuitee cosas de rabia porque ese no era mi hijo y esa no soy. Que pague lo que tenga que pagar, pero que lo que quede de este caso sea la fe y las buenas acciones que han salido por todos lados y han sacado lo más bonito de la gente. No puede quedar todo en la cara de esta mujer y en palabras de rabia».

Hay que tener un gran corazón, una gran sabiduría para no caer en las muchas trampas que coloca el mundo tramposo de la comunicación, como ya venimos viendo en esta tierra desde el triste e inolvidable episodio de las niñas de Alcásser.