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Televisión

La prehistoria de las series

Mucho antes de «El ministerio del tiempo» ya había quien arriesgaba en la televisión española

Antonio Mercero «La Cabina» se llevó un Emmy en 1972. levante-emv

A finales de los sesenta el futuro se rastreaba bajo los adoquines y entre las estrellas. Allí arriba habían enviado sus tropas Kubrick y la NASA y todo podía llegar desde el espacio, hasta los niños. En la televisión española de Franco un programa sustituyó a la cigüeña por la Enterprise en la alegoría del nacimiento. Sucedió en La 2, en un capítulo de la serie Vivir para ver dirigido por Álvaro de Laiglesia, que muestra el interior de una nave donde el guía explica a cada miembro de la tripulación cuál es su familia de destino. Hasta que llega al último tripulante, a quien se le explica que sus padres han decidido no tenerle... Un momento, ¿están hablando de aborto? «Sí, pero sin mencionarlo y añadiendo un alegato en contra al final», explica Elvira Canós, profesora de Comunicación Audiovisual del CEU y autora de la tesis Los originales de ficción en soporte electrónico de TVE entre 1964 y 1975: conformación y evolución histórica.

En su investigación, Canós explora los orígenes de la ficción televisiva española en 89 programas y confirma una hipótesis que en su día dejó caer el realizador Pedro Amalio López: hay dos corrientes en nuestra ficción, una que viene del teatro y otra del cine. El primero se impone durante los inicios de TVE, con las producciones de Adolfo Marsillach y Jaime de Armiñán. «No podían editar porque el magnetoscopio llegaría en el 60, así que se graban secuencias largas y en un solo decorado, con pocos actores», apunta Canós. Entonces solo existe un vago concepto de las series tal y como las conocemos hoy: se trata pequeñas píldoras de veinte minutos emitidas bajo el mismo título, pero sin continuidad entre episodios. Esta vertiente teatral tocaría techo dos décadas después con los Doce hombres sin piedad de Gustavo Pérez Puig para Estudio 1. Claro que hasta esos índices de calidad se atravesó un largo camino de costumbrismo. «Al principio Armiñán hacia series sobre tipologías de maridos y mujeres», explica la profesora, tendiendo un puente sin pretenderlo entre los cincuenta y las matrimoniadas de José Luis Moreno.

Todo empezaría a cambiar mediados los sesenta, con la llegada de Narciso Chicho Ibáñez Serrador. «Se adentra por primera vez en la ciencia ficción o el terror y tiene experiencia televisiva: secuencias más cortas y posicionamientos de cámara originales», abunda Canós. Fueron sus capítulos especiales de Historias para no dormir, a los que se dedicaba mayor presupuesto, los primeros en obtener reconocimiento fuera de España. Lo de pasear estos productos por festivales internacionales fue idea de Fraga, que quería mostrar fuera lo que escondía de fronteras hacia dentro. La cumbre sería La Cabina de Mercero y López Vázquez, premio Emmy al mejor telefilm, ya en los estertores del régimen. «Antes ya había telemovies sorprendentes como Historia de la frivolidad, que hace una burla de la censura y es multipremiada en el extranjero; aunque aquí se emitió en La 2 y en un horario casi clandestino», expone la autora. Es la segunda cadena la que acogerá a un grupo de jóvenes licenciados en cine que pretenden poner la televisión patas arriba, aunque solo sea en la forma. Ahí llegan ellas, Pilar Miró y Josefina Molina, a quien los cineastas de recorrido miran con condescendencia cuando propone adaptar La metamorfosis de Kafka. «Y lo hizo, usando trasfocos y duplicación de planos, algo extraordinariamente poco común», apostilla Canós. Un producto tan arriesgado que saltaría las alarmas incluso de las cadenas a esta orilla del siglo XXI.

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