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Arte

Coleccionismo y mercado

Pintura de Sandro Chia, el artista que saldó el coleccionista Charles Saatchi hundiendo su cotización en elmercado del arte. Levante-EMV

Existe una breve filmación de una subasta en Sotheby´s, en 1973, en donde Robert Rauschenberg -algo bebido, se dice, pero con las ideas claras- se enfrenta con acritud a un coleccionista. Éste era Robert C. Skull, conocido propietario de la flota de taxis de Nueva York. En aquella sesión, Rauschenberg había visto cómo su Double Feature, que el opulento amante del arte le había comprado en 1959 por 2.500$, la vendía años después por 90.000. En realidad, la reputación de Rauschenberg había crecido mucho entretanto, pero eso no le impidió sentirse indignado por la lucrativa operación del coleccionista, de la que él creía no obtener ningún beneficio. Y por eso le acusó de especulador y le retó a comprarle más obras a ese nuevo precio. No consta que lo hiciera, pero es dudoso que el propio artista, a la vista del éxito (que, como diría Dalí del suyo, «había sorprendido a la propia empresa»), siguiera vendiendo sus obras a 2.500$ la pieza.

Años después, el publicista Charles Saatchi se haría célebre, no sólo por su impecable trabajo en la campaña electoral que llevó a Margareth Thatcher al poder, sino por su irrupción en el mercado del arte como espectacular coleccionista, con obra de gentes como Damien Hirst, Tracey Emin o Gillian Wearing (quien estos días, por cierto, expone en el IVAM) entre otros artistas ya bien conocidos o que alcanzarían renombre por su carácter provocativo o incluso, precisamente, por formar parte de su colección. Aunque no siempre: se dio el caso de que en algún momento de los ochenta decidió deshacerse de golpe de una gran cantidad de obras de Sandro Chia, el destacado representante de la «transvanguardia» italiana, de tal modo que prácticamente destruyó su carrera. En 1998 subastó en una sola sesión 130 obras de artistas de los noventa. En 2005 colocó por 6,5 millones de libras el famoso tiburón suspendido en formol, de Hirst, que le había comprado en 1991, recién hecho, por 50.000. Una pequeña pintura de Marlene Dumas (Feather Stola, del 2000), se la compró en 2004 por 184.450 libras, la expuso en su propia galería en 2005 y en 2006 la vendió al millonario Steven A. Cohen por 1.190.000$. Así da gusto.

Estos ejemplos nos hablan de un tipo de coleccionismo en donde el aprecio por las obras adquiridas no parece que sea ni mucho ni poco. Finalmente tienden a convertirse en activos financieros gestionados por entidades bancarias y fondos de inversión. Los valores del arte se identifican con su precio, las galerías (el mercado primario) pasan a un segundo plano en favor de las casas de subastas (el mercado secundario, en donde hoy se mueve el gran dinero), mientras que el papel del crítico de arte como mediador entre la esfera de la distribución y la recepción por el público queda relegado, si no sustituido por el mucho más eficaz trabajo de expertos en márqueting y asesores capaces de conectar el arte ya no con el público, sino directamente con el dinero contante y sonante.

En este sentido, en una reciente conferencia sobre el estado del coleccionismo en España, Joaquín Gallego distinguía entre coleccionistas «puros» e «impuros», es decir, entre auténticos amantes del arte y meros especuladores. Y decía que entre nosotros apenas habría impuros (de hecho, sólo citaba al respecto a Florentino Pérez). En efecto, pureza la hay en los museos públicos (cuyas compras, por cierto, se hallan en este momento casi congeladas). Y se supone que también en las colecciones corporativas, mayormente bancarias (no mucho más boyantes que las museísticas), al igual que en la casi totalidad de las de los coleccionistas privados conocidos, a veces colaboradores en exposiciones públicas, así como las de algunos galeristas. A este respecto, junto a figuras como Juana Mordó o Soledad Lorenzo, puede que en España sea Helga de Alvear el mejor paradigma: no sólo poseedora de una gran colección de arte contemporáneo determinada por su excelente gusto personal, sino modélicamente dispuesta a compartirla haciéndola pública en su fundación en Cáceres.

Pero, por desgracia, la pureza generalizada del coleccionismo español no se debe sólo a la buena voluntad de sus actores, sino a esa secular debilidad que tan bien ha descrito María Dolores Jiménez-Blanco en un informe reciente para la Fundación Arte y Mecenazgo. Por eso también son puros, sin duda, los escasos coleccionistas valencianos. En nuestra Comunitat, en el contexto de un mercado del arte más que endeble, casi raquítico, es impensable la existencia de grandes intereses crematísticos en materia de coleccionismo. Desde luego, no es algo que pueda decirse de gentes como, por ejemplo, Pere Maria Orts, quien cedió su colección al Museo San Pío V, ni, por supuesto, del recientemente fallecido Martínez Guerricabeitia, de Guillermo Caballero de Luján, Fernando Saludes o los Chirivella Soriano con su fundación en el palacio Joan de Valeriola. Ahora se anuncia el patrocinio de nuevos centros de exposición y de coleccionismo por parte de José Luis Soler (Per amor a l´art, con el apoyo de Vicent Todolí) y Hortensia Herrero, quien ha comprado un palacio en la calle del Mar para hacer lo propio. Lo que falta, por tanto, no es pureza ni buenas intenciones, sino tradición de coleccionismo y fortalecimiento del mercado. Es decir, dinero.

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