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Complicidades

El qué decir

Muchos integrantes del gremio de la literatura (incluso algunos representantes muy afamados de la tribu) repiten sin cesar que aquello que diferencia a un escritor, del que no lo es, se cifra en el hecho de tener algo que decir. El verdadero escritor -afirman- siempre tiene ese algo distinto que decir. Discúlpenme, pero sobre este particular del qué decir tengo que decir algo.

Me asalta la impresión de que a lo largo de la historia de la humanidad han sido muy pocos los representantes de nuestra especie que hayan tenido algo que decir, entendiendo por ello algo que, una vez dicho, mereciese la pena ser escuchado. Algo original, algo que supusiera un adelanto con respecto a lo conocido y ya dicho con antelación. Una idea, y no una ocurrencia (con todo mi respeto para las ocurrencias, que son las ideas en pijama y zapatillas), un sistema de pensamiento, un vislumbre acerca de la realidad.

Bien mirado, me parece, por el contrario, que un escritor es aquel que, a pesar de no tener nada especial que decir, dice algo de manera tan especial que nos hace pensar a todos que sí lo tiene. Si los ciudadanos tuviesen algo importantísimo que trasladar a sus compatriotas y al resto de los contribuyentes extranjeros, creo que se harían profetas, o predicadores, o políticos (esa subdelegación del empleo público, a mitad de camino entre el sacerdocio y la videncia). Considerar que se tiene algo que decir equivale a estar convencido de que ese algo resulta trascendente, y esas dos certidumbres impulsan al más pintado hacia la escritura. Por ese camino, se acaba diciendo que todos llevamos nuestra novela dentro, o peor, nuestro libro de poemas. Por ese camino, uno acaba formando un grupo de Facebook con el nombre de «Cada corazón ha de escribir su verdad».

Lo cierto es que los más grandes escritores de todos los tiempos no han tenido mucho que decir, y algunos no han tenido nada en absoluto. La alta literatura se nutre de cuatro o cinco tópicos: el veloz paso del tiempo, la alegría del amor, el desamor voraz, la necesidad de disfrutar de los días, el apetito de salir al mundo para ver lo que hay lejos de casa (que suele ser lo mismo, más o menos, que lo que ya conocíamos), el atractivo de volverse poderoso, la imantación de la carne. Si fuese por la originalidad de sus ideas, nos habríamos quedado sin el noventa y nueve por ciento de la literatura universal. A un escritor le reclamamos voz propia, experiencia íntima acerca de los asuntos que preocupan a todos los hombres por el simple hecho de ser hombres: esos cuatro o cinco tópicos eternos. La originalidad de pensamiento la exigimos (y no siempre, no en todo lo que piensa, basta una intuición luminosa) a los filósofos, que también son escritores de ficción, aunque les guste hacerse pasar por algo más respetable.

De manera que si usted tiene algo que decir, lo mejor es que se lo comunique a su amada al oído. Pero si quiere ser escritor, repita con su propia voz inconfundible lo que han dicho y dirán todos.

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