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¿Quién soy yo?

Gillian Wearing gillian wearing IVAM Hasta el 24 de junio

¿Quién soy yo?

El arte no sólo ha sido y es un reflejo de la sociedad en el que surge, sino también encierra buenas dosis de anticipación, de tal modo que cuestiones que primero se problematizaron e hicieron evidentes en su reducida esfera de influencia, terminan por extenderse al conjunto de la sociedad llegando incluso -lo que resulta un tanto paradójico- a marcar tendencia, ser moda o devenir espectáculo. Así, en los ochenta el furor neoexpresionista auspiciado por el boom económico y conservador de la era Reagan culminó en la entronización de la subasta de obras de arte como paradigma de ese capitalismo especulativo y financiero que estalló décadas después en 2008 con la caída del gigante Lehman Brothers. Mucho antes, ya en la década de los noventa, llovieron las críticas a este modelo artístico y hubo un movimiento pendular de atención a grandes problemas candentes como el sida o la violencia en todos sus frentes, desde la étnica, política, o la de género que siguen con variaciones y renovados actores dramáticamente vigente. Sin duda, uno de los problemas centrales es el de la identidad y es precisamente en torno a esta apasionante cuestión donde se inscribe, con agudeza premonitoria, el trabajo que Gillian Wearing (Birmingham, Reino Unido, 1963) viene realizando desde los primeros 90.

Tras casi tres lustros sin exponer de modo individual en España, el IVAM ha tenido el tino de organizar, y nosotros la fortuna de contemplar, una muestra tan impecable en la forma como implacable en el fondo. Partiendo de una de las cualidades fundacionales de la imagen visual -su capacidad representativa e imitativa de la realidad- Gillian Wearing recoge ese guante centenario y lo agita retadora ante nuestras narices y ojos para obligarnos a enfrentarnos a un duelo -por doloroso- en que solo saldremos fortalecidos si somos capaces de aguantar e integrar positivamente los duros golpes que iremos recibiendo. O siguiendo con el símil, un duelo del que solo saldremos vencedores tras digerir reiteradamente el amargo sabor de la derrota.

Subvirtiendo radicalmente (de raíz) el papel atribuido secularmente a la belleza, entre ese placer fascinante del parecido y esa función consoladora que encierra el re-conocer, G. Wearing nos muestra el poder que encierra la ficción cuando ésta deja de serlo y se produce una identificación tan estrecha con la realidad que finalmente el espectador siente literalmente dislocados su punto de vista y su percepción, su razón y sus emociones. En ello estriba, en buena medida, la potencia de unas fotografías en las que la supuesta carne es una prótesis de silicona y los familiares son la propia artista, o de unos vídeos en los que los actores, sin dejar de actuar, no son tales sino personas de la calle, de carne y hueso como nosotros. El shock está servido paso a paso (plato a plato) con toda la ceremonia que encierra una puesta en escena igualmente rigurosa, un montaje expositivo especialmente cuidado siguiendo el principio «de menos a más» (magistralmente expuesto por Brillat-Savarin, uno los primeros críticos gastronómicos cuya Fisiología del Gusto recomiendo a todos los aficionados a las artes).

En algún momento del recorrido podemos leer la referencia al Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, pero en muchas de sus propuestas alienta una de las demoledoras sentencias del genio victoriano: «El hombre miente por naturaleza, dale una máscara y te dirá la verdad». Wilde sabía que el nombre griego de máscara es precisamente persona y Wearing también lo sabe y sabe hacer magistralmente suya esa identificación de la persona con el personaje mediante ese elemento catalizador que es la máscara. Los ojos son el único elemento que siempre permanece real en sus ficciones, sabedora como es de la capacidad incisiva, penetradora de la realidad que posee la mirada (¿quién de niño no se ha tapado los ojos y ha gritado absolutamente convencido ¡no estoy!?). La serie Confesions y la pieza Album, exploran y explotan a conciencia este trasunto. Precisamente en la primera sala, es la propia artista la que adopta el aspecto de sus padres, hermanos y abuelos, incluso de ella misma a diferentes edades, a partir del álbum familiar mediante un sistemático y metódico y laborioso proceso (en algunos casos de meses). Wearing y su familia al completo nos abre metafóricamente los brazos para darnos la bienvenida e invitarnos a seguir recorriendo el espacio expositivo y los recovecos mentales que va desplegando, sin prisa pero sin pausa, a lo largo y ancho de unos trabajos que son auténticas cargas de profundidad sobre ese problema central de nuestra existencia que es la identidad. Ese que los filósofos llaman ontología y que estos personajes reales de Wearing nos plantean con la fuerza directa de la identificación emocional del choque especular y en última instancia, elíptica, latente el fondo de toda su poética visual y narrativa: ¿quién soy yo?

En la sala central, otra de sus series de los primeros noventa más reputadas e impactantes: Signs, nos ofrece apenas un aperitivo de las seiscientas fotografías que realizó, invitando a personas que abordaba directamente en la calle, a que expresaran con un simple rotulador y un papel sus emociones o sentimientos. De este modo tan terriblemente sencillo, Wearing le da la vuelta como un calcetín a esa publicidad terriblemente sofisticada que pretende persuadir al espectador en función del interés de una gran compañía con un único objetivo: vender.

La exposición se cierra con Drunk. Una instalación videográfica que consta de tres proyecciones que ocupan todo el frontal. Un proyecto en el que estuvo trabajando durante dos años con un grupo de alcohólicos callejeros y que se condensa en 28'35" de imágenes a veces detenidas como fotografías/retratos de personajes aislados y otras en escenas vertiginosas de grupo en plena acción. En todos los casos, la neutralidad inmaculada del escenario contribuye en no poca medida a aumentar la verosimilitud, la verdad impactante de una ficción presente ante nuestros ojos.

En definitiva, una muestra de alta intensidad emocional, de una artista seguramente desconocida para el gran público y que ya en 1997 fue ganadora del premio Turner, uno de los más prestigiosos del arte contemporáneo mundial.

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