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Libros

En defensa de la maldad

A propósito de su última conferencia en las Conversaciones de Formentor, Fernando Delgado realiza una exégesis de Settembrini, el personaje de «La Montaña Mágica» de Thomas Mann, culto, vitriólico y revolucionario

Diversos fotogramas de la película basada en La Montaña Mágica, de 1982. El italiano Favio Bucci -con bigote- encarnaba a Settembrini.

Aquellos a los que divierte la novela de acción y se gozan o estremecen con el proceso narrativo del crimen o la pasión no saben lo que se pierden con las novelas de ideas cuando estas son capaces de juntar a malos y buenos y situarnos como lectores en un bando u otro. Ya sé que la novela de ideas aburre con frecuencia al lector de novelas, y Thomas Mann temía que pasara eso con La montaña mágica, pero esta no es sólo una novela de ideas que describe maravillosamente los ámbitos de la conversación y el debate, incluso con un detenimiento exagerado que crea sin embargo una emoción -y esta es también una novela de emociones, sin duda- sino que el modo de producirse sus personajes en la expresión de sus pensamientos origina una forma de acción de la que se podría pensar que en principio carece el relato. Así que cuando en las Conversaciones de Formentor de este año se me propuso hablar de la maldad en la novela, dudé entre elegir unas u otras obras de evidente malicia y crueldad, que es lo que llevó a Umberto Eco, por ejemplo, a escribir El nombre de la rosa. O al menos eso fue lo que respondió el italiano cuando le preguntaron qué le había llevado a escribir aquella novela. Dijo que tenía ganas de envenenar a un monje.

Luego no sólo envenenó a uno, asesinó a varios. Pero me resultó tan facilona la elección que la rechacé. Y no es que pensara de pronto en La Montaña Mágica, donde la malicia y el espanto están muy vinculados a la lectura de un tiempo de crueldades notorias, que curiosamente puede plantear reflexiones muy contemporáneas, sino que pensé en la maldad de Setembrini, a mi modo de ver su personaje más fascinante. Lo cual no quiere decir que fuera el personaje más querido de Mann ni con el que mejor se entendiera, aunque tenía el genial novelista tantas aristas y comedimientos, incluso variaciones del genio y del carácter, cuando no represiones, que será difícil siempre saber cuál de todos sus personajes le fue más grato. Pero Settembrini es quizá el mayor logro de Mann en su creación de personajes. Y acaso no fueran sólo sus ideas, que culto, crítico, pedagógico y liberal es de sobra como para atraerme, sino su ironía malévola, su capacidad de burla disimulada, unida a una sensualidad y a un hedonismo, que lo convierte con frecuencia en el malo de la película porque entre tanta aventura interna y espiritual de los otros él se preocupa de ser el diablo con el que tanta relación mantuvo siempre Thomas Mann.

Lo cierto es que pensé en Settembrini como un malo, acaso porque en mi memoria queda como un malo necesario o como un malo bueno, es decir, travieso, inquieto, enredador. Él mismo se reconoce un poco malicioso, él mismo cree que habla maliciosamente porque la intención didáctica de un humanista lo obliga a ello. Con el pensamiento también se producen verdaderos crímenes, las ideas matan a veces; la traición es un arma poderosísima y la lengua puede llegar a ser una verdadera ametralladora. Y de todo el discurso de Settembrini hay un momento especial en el que se emplea en la defensa de la maldad. Le dice al ingeniero con el que habla: «Espero que no tenga nada en contra de la maldad. Para mí, es el arma más brillante de la razón contra las fuerzas de la oscuridad y de la fealdad. La maldad, señor mío, es el espíritu de la crítica y la crítica supone el espíritu del progreso y de la ilustración». Entre los personajes de La montaña Settembrini es sin duda el de más variados perfiles, el que quizá genere más acción en la expresión de su propio pensamiento; acaso el más inesperado, el más sorprendente, y por ello, entre otras cosas, el más atractivo. Y si digo el más malo es porque él se goza en su propia maldad y le da méritos frente a la hipocresía o la incertidumbre de unos y de otros. Porque su radicalidad procede de una valentía que requiere malicia, porque su imaginación lo insta a veces a fustigar sin contemplaciones. La maldad no se descubre sólo en las novelas con sangre, quizá la maldad más obvia sea la del asesino. Atendiendo a Settembrini la maldad resulta incluso lúdica y más espectacular que la siesta de ángeles de la bondad contra la que se rebelaba nuestro personaje. La maldad es incluso mucho más teatral y hay que reconocerle sin reparos su espectacularidad por más que sea con frecuencia silenciosa, conspiradora y temible. Pero la maldad de Settembrini y la que transita por toda La montaña mágica es otra: una maldad, hija del espíritu, que no busca asesinar a nadie. Settembrini la pone al servicio de su causa, que es la encarnación de las grandes posiciones ideológicas de Occidente: lo racional y lo pasional, el iluminismo y el romanticismo. Nada que, a pesar del tiempo pasado, nos sea hoy muy ajeno. Porque de lo que no cabe duda es de la malicia crítica de Settembrini que ejerce con verdadero orgullo y simpatía y de la que no se escapa casi nunca. Los valores del humanismo, que en aquellos tiempos, cuando la novela se publica, periodo de entreguerras, estaban a punto de ser devastados, son los que defiende Settembrini a costa de lo que sea, tan lenguaraz como enérgico. Petrarca, Erasmo, Vives, Moro, lo inspiran, sin duda. Es un personaje vitriólico, divertido y serio. Un personaje diabólico, muy de Mann, al que le costó ceder a la pasión diabólica de la vida, pero que vivió mucho tiempo obsesionado con ella. Y lo que hace en La Montaña Mágica es desplegar contradicciones: se busca para ello a sus daimones o eudaimones. Y menos mal que ahí le surge Settembrini, porque entre los demonios está también el demonio político. El del reaccionario Naphta y el del revolucionario Settembrini. Y en medio Hans, sin saber quién es de verdad dios o el diablo. Settembrini tenía la apariencia a veces de un diablo bueno, pero con su fe en la revolución no se diría que estaba dispuesto a ahorrar la sangre.

En fin, hubiera bastado para mí pensar en esa gran novela de ideas que es La Montaña Mágica como una novela llena de maldades, aunque no por un relato sustancial e inquietante de aventuras de malignidades sino por la pura descripción de la historia del momento a través del relato y la reflexión, con tantas similitudes con la realidad actual, y sobre todo por el modo de afrontar desde ópticas muy diferentes todo un debate sobre la condición humana con ángeles y demonios por medio.

Sea como fuere, queda claro que el pensamiento también mata. ¿Y quién nos dice a nosotros que por pensar no estemos a veces al borde del asesinato?

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