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Libros

La filosofía mira al arte

El profesor y ensayista Jacobo Muñoz se acerca a la literatura como fuente de conocimiento. La poesía y la narración toman el relevo del análisis filosófico más académico. La literatura como mediadora del alma

El Ocaso de la mrada burguesa de Goethe A Beckett. Jacobo Muñoz

La historia cumple diligentemente lo que la imaginación del hombre, artística o literaria, va perpetrando. De Certeau lo dijo al modo académico: «La literatura es el discurso teórico de los procesos históricos». No es de extrañar por tanto que algunos filósofos se acaben deteniendo no ya en conceptos y ontologías, sino en las inquietudes y vivencias de personajes novelescos. El caso que nos ocupa no es una excepción. Jacobo Muñoz (Valencia, 1942) es un filósofo singular. Desde muy joven tuvo intereses poéticos y literarios, funda La caña gris en la España hibernada de los sesenta. La idea se le ocurre en la Albufera, «contemplando cañaverales grisáceos, casi perla, muy orientales?». La revista, una de las más representativas de los 50, cuenta con la participación de Juan Gil-Albert (del que Muñoz fue colaborador), César Simón, Francisco Brines, Gil de Biedma y José Ángel Valente. En ella se publica un histórico homenaje a Luis Cernuda. Se atreve además a abrir la librería Lauria en Valencia, en cuya trastienda se despachan libros clandestinos. Luego vendría la cátedra de filosofía de la Complutense, los trabajos infatigables, el minucioso rastreo del marxismo filosófico asociado a la Escuela de Frankfurt, las investigaciones sobre Wittgenstein y el giro lingüístico y las traducciones y prólogos de algunos clásicos del pensamiento moderno (Kant, Marx o Wittgenstein), y también de la literatura (Mann, Goethe, Musil, Böll). Esa querencia por lo literario marca el planteamiento y la orientación de El ocaso de la mirada burguesa. De Goethe a Beckett (Biblioteca Nueva, 2015).

A Muñoz, como a todo pensador sensible, le preocupa el desasosiego moderno. Esto es una manera literaria de decir que le preocupa el problema del sufrimiento: «donde hay dolor hay un suelo sagrado» (Wilde) y en este sentido, sus intereses tienen ese aire oriental-budista que atisbó en las cañas de la Albufera. Y para acometer un programa serio sobre las «formas de la subjetivación individual» son más útiles las andanzas de ciertos personajes literarios que los armazones teóricos. Así, entre las páginas del libro encontramos «actitudes» en lugar de conceptos: el crimen sin motivo de Baraglioul (eco del de Raskolnikov), la ironía erótica de Tonio Kröger, la soledad de Lord Chandos, el descarrío de Thomas Buddenbrook, el absurdo existencial de Molloy, la «caverna interior» de Murphy (y otros vagabundos y parias que buscan sin encontrar, que intentan avanzar y fracasan siempre), la tibieza política de Hans Castorp (frente a liberalismo de Settembrini o el totalitarismo jesuítico de Naptha), la metafísica del dolor de Leopardi (precursora de la de Nietzsche) o el carácter profético de las pesadillas de Kafka (Gregor Samsa se acuesta viajante de comercio y se despierta insecto, Joseph K. intenta en vano elegir su destino y se topa con una autoridad arbitraria, a merced de una burocracia incomprensible: expedientes que se refieren a otros expedientes de un archivo interminable).

El libro cuenta con dos ejes, el patricio-burgués, formado por Goethe, Schopenhauer, Nietzsche y Wagner, que Thomas Mann convertiría en eslabones de un supuesto «espíritu alemán universal». Un «espíritu» que valora la intimidad como defensa frente al poder, que asume su responsabilidad cívica y profesional y que tiene una conciencia muy clara del privilegio material heredado (consecuencia de una «justicia natural» que privilegia a aquellos que ejercen dicha responsabilidad). Goethe cuida su atuendo y administra cuidadosamente su patrimonio. De un modo muy poco romántico, sitúa el «bienestar» como el más apetecible objetivo de la vida y no concibe otra conducta que la sujeta al estricto gobierno. Ministro en Weimar, no perdona improvisaciones ni abandonos y, paradójicamente, sitúa su vida espiritual por encima de cualquier interés de tipo colectivo. Rasgos todos ellos que acabarán por convertirse para Mann en signos inequívocos de lo digno y lo decente. Una actitud que se subordina al primado de la realidad muy propia del siglo XIX y que «corrige» las utopías y programas de reforma social del XVIII. Curiosamente Mann incluye a Nietzsche en este mismo eje, dada su autonegación del espíritu en favor de una vida «fuerte» y «hermosa», su culto a la belleza y el poder, su comportamiento insobornable que no es sino una superación a la entrega dieciochesca a los ideales.

Frente a esa embriaguez por la vida tan poco social encontramos el pathos que pugna por la liberación y mejora del mundo. Un producto típicamente francés, antialemán y antiburgués. El alemán arquetípico para Mann no sólo era apolítico, era antipolítico (y donde Mann dice político hay que entender democrático). En ese sentido, el humanismo intimista y apolítico de Schopenhauer no se andaba a la zaga: el sedentarismo natural, el cuidado «casi pedante» de la salud, la minuciosidad en la administración del patrimonio heredado (que le permite llevar una vida independiente), la disciplina con que se entrega a su obra; todo ello consuma ese talante espiritual burgués alemán, contrario a cualquier tipo de bohemia. A Nietzsche, nos recuerda Muñoz, le gustaba llamarse a sí mismo «el último alemán apolítico» y en la tercera Consideración Intempestiva dejaba escrito que «quien tenga el furor philosophicus en el cuerpo, de poco tiempo dispondrá para cultivar también el furor politicus, y se cuidará sabiamente de leer todos los días los periódicos o de ponerse al servicio de un partido, a pesar de lo cual, si algún día su patria se encuentra en situación de verdadera necesidad, no tardará un minuto en ocupar su sitio». En esa misma línea, Schopenhauer, soltero, individualista y aristocratizante, legaría su fortuna a los soldados prusianos inválidos tras las campañas antirrevolucionarias.

A esa obsesión prusiana por el control se opone un inventario de disonancias. Ello nos introduce en el otro eje del libro, el de la rebelión prometeica frente a lo divino, el del absurdo, el del hombre sin atributos, de Beckett, de Kafka y de ese singular pensador que fue Robert Musil (cuyos Diarios se leen el clave hermenéutica). En cierto sentido, la tensión esencial entre estos dos paradigmas constituye el resorte mismo que de la actividad del ciudadano Muñoz, como catedrático escrupuloso en su deber y como ensoñador entregado a los encendidos goces de la lectura (la disolución del lector en la narración, del individuo en el lenguaje). Y es en este punto en el que aparecen los "alemanes" excéntricos (incluido Beckett), que constatan que el yo no es dueño de sí mismo por mucho que lo pretenda, que no existe un hombre completo y autotrasparente frente a un mundo completo, que los ideales tiene la extraña costumbre de transformarse en sus opuestos, y que «en este mundo de atributos sin hombre», como dice Muñoz en un tono muy budista, cuyo centro está en todas partes (o en cada criatura, por seguir con el budismo), cualquier identidad universalista acaba por convertirse en una camisa de fuerza. Desde este hogar inconcluso que es el mundo, sólo queda pues reconocer los derechos de la forma literaria, esa «mediación entre exactitud y alma», que puede, como añoraba Hölderlin, reintegrar al hombre a la unidad perdida. No hay todavía hartazgo del lenguaje, ni horror a los desiertos de lo decible: la literatura sigue siendo tabla de salvación.

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