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La máquina ilusa

La vida de Ramón Llull fue casi de película. Viajó por todo el Mediterráneo, ejerció de senescal del rey y de preceptor de Jaime II, y tras casarse y tener dos hijos, una visión divina le hizo renunciar a todos sus bienes y dedicarse por completo al estudio y la vida religiosa. Buscó martirio con los infieles musulmanes e inventó una máquina de pensar, quizás el primer ordenador de la historia.

La máquina ilusa

La Edad Media fue, contra lo que se cree, la edad de la razón. Una época dominada por el pensamiento deductivo (ese que va de lo universal a lo particular) y hechizada por la diosa de la persuasión, una época en la que todavía era posible convencer con argumentos. Ramón Llull participó de esa fiebre silogística y construyó, al efecto, una máquina de pensar. Una máquina, precursora de los ordenadores, que le fue revelada en un Sinaí mediterráneo, el Puig de Randa, a veinte kilómetros de Palma.1 Ese mismo año morían dos maestros del silogismo, Tomás de Aquino y Buenaventura, y se cerraba una época. El artefacto era relativamente simple, constaba de un conjunto de discos concéntricos que engendraban mecánicamente definiciones mediante un lenguaje formal y una lógica combinatoria, produciendo toda una serie de proposiciones relevantes para la teología. Fue uno de los primeros intentos de sortear las barreras idiomáticas y crear una lengua universal. Un antecedente de la ciencia universal (Mathesis Universalis) que perseguirían Descartes y Leibniz, y que había nacido (somos incorregibles) del deseo de persuadir. Tanto amó Llull su invención que en cierta ocasión prefirió la condenación eterna a perderla (la máquina garantizaba la salvación de muchos), con lo que se ganó el apelativo de Doctor Illuminatus.

Pero aquella, como las de hoy, era una máquina ilusa. Las máquinas no piensan, simplemente calculan. Con frecuencia se confunde el cálculo con el pensamiento, y se dice que el ordenador «está pensando» cuando se quiere decir que «está calculando». El pensamiento genuino siempre tiene algo de creativo y esa creación supone una recreación. Al pensar, nos recreamos, literalmente, no se trata de un mero entretenimiento. Davidson decía que entender una metáfora era tan creativo como inventarla. Es cierto. Ver una cosa en términos de otra, ¿qué otra cosa podría ser la metáfora? Por eso la lectura es tan saludable, porque hace viajar al pensamiento y los viajes rejuvenecen. Además, el verdadero pensamiento surge cuando callan las palabras. Cuando nos detenemos. De ahí que las máquinas, a pesar de lo que digan unos cuantos ilusos (ingenieros que sueñan con una conciencia mecánica), nunca podrán pensar, porque ellas, que están hechas de palabras, no saben recrearse (solo reiniciarse).

La Vida del Maestro Ramón (Pre-Textos 2015) merecería un film. Relato de sus andanzas a «ciertos religiosos amigos» en 1311, probablemente los monjes de la Cartuja de Vauvert, junto a los jardines de Luxemburgo. El volumen, impecable, recoge el texto original latino (para entretenimiento de eruditos) y una versión abreviada e ilustrada, parecida a un cómic moderno, de espléndidas ilustraciones. Ramón Llull tenía, sin saberlo, algo de americano. Su afán de totalidad lo atestigua. Quiso saberlo todo y convencer a todos. Pensó como Leibniz que las disputas podían resolverse mediante el cálculo y creía, como muchos hoy, que un arte combinatorio revelaría los arcanos del mundo. Tuvo también mucho de visionario: en el monasterio de Miramar en Valldemossa (una de las primeras escuelas de traductores que se fundaron en Europa) puede verse, escrito en un muro, un fragmento redactado en 1289 en Montpellier, doscientos años antes del viaje de Colón: «La principal causa del flujo y reflujo del Mar Grande [el océano Atlántico] es el arco del agua del mar que en el Poniente estriba en una tierra opuesta a las costas de Inglaterra Francia y España y toda la confinante de África».

La juventud de Llull transcurrió en la corte. Senescal de mesa del rey (su padre había acompañado a Jaime I en la conquista de Mallorca), se dedicaba «a componer canciones y otras cantinelas», fue preceptor del infante Jaime II, se casó y tuvo dos hijos. Tras cinco visiones en las que se le apareció Jesús en la cruz, renunció a su familia y bienes y se consagró al estudio y la vida religiosa (no sabemos si ingresó en los franciscanos pero se mantuvo próximo a ellos). Viajó infatigablemente, aprendió el árabe y recorrió los reinos musulmanes del Norte de África para persuadir a los infieles. Lo mueven dos obsesiones: la recuperación de Tierra Santa y la creación de escuelas de traductores. Tiene algo de Quijote: obtiene permiso del rey para predicar en sinagogas y mezquitas y no pierde oportunidad de enzarzarse en discusiones con imanes y rabinos. Busca el martirio en Túnez a una edad en que es una rareza buscarlo, es encarcelado, «recibe golpes de palos y puños de los sarracenos», es linchado y apedreado. Todo ello trufado de crisis, temores paralizantes y graves enfermedades. Ya anciano, naufraga frente a las costas de Pisa y pierde algunos de sus papeles. Los especialistas hablan de 327 obras (243 conocidas), escritas en latín, catalán y árabe, aunque de éstas últimas no se ha conservado ninguna.

En tres estancias en la Universidad de París, Llull combatió a los averroístas y la idea de una doble verdad. Debía existir un fondo racional en las verdades de la fe, a las que era posible llegar por estricta deducción lógica, de ahí que una máquina para convencer pudiera ser objeto de revelación. Todo lo real debía ser divino y racional al mismo tiempo, y para «levantar el palacio de la ciencia» bastaban la idea de Dios y sus atributos. En cierto sentido procedía como Spinoza y parece anticiparlo cuando escribe: «Mi esencia no es otra cosa que la fuerza resultante de una participación finita en los atributos de Dios: por la bondad de Dios soy bueno; por su grandeza, grande; por su eternidad, durable, es decir, permanezco en el ser.»

Los filósofos medievales sostenían, como los antiguos, que el mundo había sido rescatado del caos por el Creador. Los que seguían a Aristóteles consideraban que el mundo había existido siempre y que no había sido necesaria una creación ex-nihilo. La intervención divina se limitaba a ordenar y dar forma a un conjunto de cosas preexistentes, a facilitar el tránsito del caos al cosmos, de una materia indiferenciada a una escala del ser. Y las criaturas se ordenaban en función de su participación en la creación (que es por naturaleza un asunto inconcluso). La creación exigía participación y en eso consistía el pensamiento: en recrear el mundo, en darle forma y, al mismo tiempo, darnos forma.

A diferencia del evolucionismo moderno (que asciende de lo simple a lo complejo), el mundo medieval se construye desde el tejado. El mundo es emanación divina y la creación un descenso. Un partirse y participarse Dios para dar el Ser a las criaturas. De modo que conocer consiste en reconocer las esencias divinas en las cosas. Esas esencias, que Llull llamaba «Emperatrices divinas», venían de Platón y eran las que integraban su máquina: Bondad, Grandeza, Eternidad, Poder, Sabiduría, Voluntad, Virtud, Gloria, Diferencia, Concordancia, Principio, Medio, Fin, Igualdad.2 En un mundo hecho de adjetivos y lo que sustancia las cosas, lo que las sustantiviza, es su participación en dichas esencias (y en virtud de ella se ordenan los seres).3 Esa es la unión secreta entre Creador y criatura (representada por Cristo, causa primera y también efecto y criatura). Y vivir es lanzarse a la realización de lo que a cada una le compete: ser destello particular de las cualidades divinas (la abeja en concordancia y voluntad, la mariposa en belleza, la planta en bondad).

Hacer comulgar a otros pueblos con nuestras propias metáforas se considera hoy un desatino. Nadie debería ser obligado a renunciar a las metáforas que, durante siglos, transmitieron sus ancestros. Pero hubo un tiempo en el que no lo fue y no sin razón (de hecho, aquel tiempo era más racional que el nuestro). La empresa de Llull es una magnífica ilustración. Lo que llamamos discurso racional se apoya en la lógica, la lógica se funda en el concepto de identidad y el concepto de identidad tiene una naturaleza convencional (acuerdo de los expertos). Luego lo racional, más que otra cosa, es una manera de hablar local. Y esta era la manera en la que hablaban los escolásticos medievales. Como decía Whitehead, la Edad Media fue una época deductiva mientras que nosotros, los modernos, nos hemos educado en la inducción (en ir de lo particular a lo universal). Ellos hacían descender el mundo, nosotros lo hacemos ascender. En aquella época había un camino de vuelta, que consistía en ascender por la escalera de bajada que era el universo, mientras que hoy esa escalera está por hacer, se va haciendo, lo que frustra nuestra confianza de regresar algún día a lo divino.

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