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Una isla en el cubismo

Una isla en el cubismo

La Fundación Juan March ha trasladado a su sede de Palma de Mallorca, desde la de Madrid, una exposición monográfica y de pequeño formato acerca de la emergencia del Cubismo en su aspecto teórico. Se ha escogido el libro que dos pintores del movimiento, Albert Gleizes y Jean Metzinger, publicaron en 1912 con el título Du cubisme, es decir Sobre el Cubismo. Debido a su temprana fecha, a la obra gráfica que acompaña los textos y a su reedición mejorada en 1947, la monografía ha adquirido un considerable interés bibliográfico como obra de arte, al margen de su relevancia doctrinal e historiográfica.

Un movimiento de vanguardia canónico requiere una práctica eficaz y distintiva, una denominación propia y un cuerpo de doctrina. Esta última suele implicar, a su vez, manifiestos, medios de difusión, portavoces y líderes. Pero ninguno de esos ingredientes es necesario ni suficiente, con excepción del primero. La historia del Cubismo es buena prueba de ello.

Los experimentos del Cubismo con la esquematización volumétrica de los objetos y los cuerpos son su seña de identidad más llamativa, y lo fueron también para sus contemporáneos, que quedaron desconcertados ante las primeras obras de Picasso y Braque. El vigesimoquinto Salon de Artistas Independientes se abrió en París el 25 de marzo de 1909, y en el diario Gil Blas de aquel día el crítico Louis Vauxcelles dio nombre a aquella tendencia, al referirse a «las extravagancias cúbicas, y casi ininteligibles debido al abuso de la geometría». Abuso en la proliferación de masas, vértices y aristas de los nuevos pintores, que le habían sorprendido tanto como aquellos a los que dio el nombre de fauves (fieras) unos años antes.

Si nos preguntáramos por qué resultaba insólita aquella pintura, habría que atribuirlo a la descomposición volumétrica, la desaparición de la perspectiva tradicional, el uso del color plano y la imitación del arte africano y oceánico como ejercicio de transgresión cultural, de renovación de la mirada y de terapia frente al malestar cultural de Occidente al que Freud, en un conocido ensayo, propuso como remedio «el retorno a condiciones de vida más primitivas». En manos de Picasso y Braque, y en seguida de Juan Gris, quedó constituida la práctica cubista, incluyendo el collage, es decir, la incorporación a un lienzo o a un soporte de materiales y objetos pegados o clavados, algo que matizará Dadá en manos de Hans Arp o Kurt Schwitters, al incidir en la degradación y fragmentación de los «objetos encontrados».

Es decir, que entre 1907 y 1912 el Cubismo tiene una práctica consolidada y un nombre propio, aunque este último fuera el resultado de un juego de palabras dictado por el ingenio de un observador externo, tan inteligente como malévolo y travieso. A la puesta de largo del Cubismo le faltaba sólo la teoría.

Albert Gleizes y Jean Metzinger no figuran en primera fila en la historia del Cubismo. Hay que tener en cuenta que resultaba difícil evadirse de la personalidad dominante de Picasso y Braque, y asimilar sus hallazgos sin imitarlos. Gleizes y Metzinger lo intentaron con diversa fortuna y utilizando diversas fórmulas. Las de Gleizes me parecen más logradas: no renunciar a la composición ni a la armonía estética tradicional al introducir una volumetría tímida y mitigada por el colorido armónico, o dotada de la delicadeza de la curva; limitarse al dibujo sencillo y al color primario, llegando en ocasiones a la reproducción de la ingenuidad del trazo infantil, o renunciar al volumen en favor de la composición aplanada. Metzinger prefirió adoptar una especie de neofigurativismo desmañado, tras haber coqueteado con la Nueva Objetividad; sus opulentos desnudos femeninos de los años treinta hacen suponer que acabó teniendo más éxito en el arte de vivir que en el de pintar.

El Cubismo tuvo desde el primer momento la legitimidad de una práctica abrumadora, tanto como la incapacidad de autodefinirse de modo fehaciente. Quizá la pintura, que no se hace con palabras, no necesite definirse en ellas, y sin duda se cotiza (en lo intelectual y lo económico) por sus valores plásticos, y no por el respaldo doctrinal que pueda acompañarla. Quizá el Cubismo no quiso comprometerse en términos que, de ser certeros, habrían podido ser tomados por falta de originalidad: recuérdese la nebulosa en que Picasso envolvió su relación con el Museo de Antropología del Trocadero. Quizá por eso Gleizes y Metzinger levantaron un edificio seudoteórico deliberadamente etéreo. Escribieron, por ejemplo, que la pintura cubista aporta «la revolución más importante desde el Renacimiento, al no cuestionar sólo al pintor sino al ser humano en su totalidad», lo cual, suponiendo que signifique algo, puede aplicarse a todos los movimientos de vanguardia, y a la mayoría de ellos en mayor grado que al Cubismo. Si otras fórmulas son más acertadas, es porque podemos, más allá del texto, descifrar y neutralizar su imprecisión: que el Cubismo haya «elevado la pintura hasta la inteligencia» nos recuerda que Picasso consideraba «razonable» la escultura africana, es decir, estilizada y no mimética.

La muy discutible nómina de fundadores del Cubismo que Gleizes y Metzinger propusieron es disculpable en 1912 pero no en 1947, en cuanto a la relevancia de ciertos nombres y la evolución divergente de otros: así Herbin o Le Fauconnier entre los primeros, Delaunay o Duchamp entre los segundos, y Picabia resplandeciendo como el gran bluff del arte del siglo XX. Salvo en algunos párrafos que se cuentan con los dedos de una mano, Du Cubisme no es más que un galimatías salpicado de obviedades, como lo son las Meditaciones estéticas de Guillaume Apollinaire, aparecidas un año después. Inteligible y sensato es, en cambio, el ensayo que publicó en Múnich y 1920 el marchante Daniel-Henri Kahnweiler (El camino hacia el Cubismo), y que el lector puede disfrutar, si aprecia el español macarrónico, en traducción barcelonesa de 1997. Una vez más parece justificarse el tópico -no siempre cierto- según el cual los creadores no tiene que preocuparse por definir su creación.

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