Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Complicidades

La peor forma de leer

Seguro que ustedes han escuchado cientos de veces el topicazo que ahora formulo: La mejor forma de leer un texto consiste en traducirlo. Ese tópico lo difunden incluso, para mi asombro permanente, los traductores (tal vez para que alguien, aunque sean ellos mismos, les diga que hacen algo de provecho, y no sean los grandes olvidados en la cadena de la literatura).

Aunque no soporto aquellos que llevan la contraria por sistema (como si el hecho de estar en desacuerdo constituyese una virtud intelectual), me veo en la obligación de llevar la contraria en este asunto. La peor forma de leer que se me ocurre consiste en traducir. La traducción supone un ejercicio extraordinario de escritura, un desafío verbal, una manera de convocar la inspiración por persona interpuesta, pero al ejecutarla se suele traicionar el fundamento último de la lectura, que es el del placer, el del puro disfrute.

Traducir exige la familiarización casi maníaca con el texto sobre el que se trabaja, hasta casi aborrecerlo. La sentencia famosa de Alfonso Reyes -y que tanto repetía Borges-, según la cual publicamos para desprendernos de lo que hemos escrito, cuando estamos agotados de tanto corregir, alcanza un grado mayor de exactitud en el caso de las traducciones. Publicamos una traducción cuando estamos hartos de nuestras variantes, de nuestras versiones, de nuestras dudas. Sabemos que podríamos pasarnos el resto de nuestra vida buscando equivalencias más brillantes, tratando de acercarnos aún más a la música del original, persiguiendo un fraseo que haga olvidar el hecho de que esos poemas, esa novela, ese ensayo, nacieron en otro idioma. Y como no queremos quedarnos atrapados en los laberintos de la inteligencia, decidimos librarnos de nuestras traducciones. Se dan a la imprenta por prescripción facultativa: nuestra salud mental está en juego. Si vuelvo a pensar en ese adjetivo, en esa coma, en ese sinónimo -nos decimos-, tendré que incendiar la biblioteca.

Leer exige un cierto grado de impunidad, de sorpresa infantil, de irresponsable capricho placentero, y traducir representa todo lo contrario: método, insistencia, intimidad casi demente. Igual que la mejor forma de que acaben hartos de nosotros consiste en que nos conozcan en profundidad, el hecho de conocer las interioridades de un texto, de un autor, nos fuerzan a terminar odiándolo. El exceso de trato anima a salir corriendo, en la literatura y en la vida.

Dicen que no hay grandes hombres para los proctólogos, porque a todos los han visto a cuatro patas y han tenido que someterlos a un tacto rectal. Quién sabe. Pero a menudo he tenido la ocurrencia de que los traductores practicamos la proctología literaria: hurgamos tanto en los textos que se nos agarrotan los dedos índice y corazón, aquellos con los que se señala lo que más nos gusta en la lectura. El placer de leer creo que posee un aire de noviazgo con los textos, mientras que la traducción sistemática nos somete a obligaciones de la institución matrimonial. De ahí que, para seguir amando lo que hacemos, debamos divorciarnos también de nuestros autores más queridos.

Compartir el artículo

stats