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El placer de la palabra

El placer de la palabra

Cuando Vicente Aleixandre te decía de alguien que era «un poeta estupendo» tú corrías a leerlo para hablar de su libro -mal o bien- en la nueva visita a su casa de Velintonia de la semana siguiente. Y fue lo que me ocurrió en 1971 con la lectura de Biografía sola, de Jaime Siles. Le tocó a éste aquella vez la coincidencia en el parecer favorable de nuestro común amigo y maestro con mi deslumbramiento juvenil ante su nuevo libro. «Poesía pura», me dijo Vicente. Y añadió: «Un poeta distinto». Siempre fue generoso el gran poeta para celebrar la buena poesía de los jóvenes; discretamente silencioso con la que no le gustaba. Pero si en Aleixandre encontré al primer propagador de la obra del Jaime joven, porque del otro Jaime del que se hablaba allí, y no siempre bien, era Gil de Biedma, en nuestro muy querido Francisco Brines, prudente en el halago y justo en la valoración, encontraría otro de los estímulos para asomarme a la obra de Siles, antes de que Jaime apareciera de vez en cuando por aquel cenáculo madrileño de Oliver donde nos reuníamos con Bousoño, Nieva, Brines o Claudio Rodríguez, y que se enriquecía con los que desde Barcelona o Valencia aparecían de vez en cuando. Entre ellos se encontraban lo mismo Juan Luis Panero, que solía venir más bien de América, que Guillermo Carnero -para mí tan admirado entonces por su Dibujo de la muerte- y Jaime Siles o su hermano Javier.

Y al aparecer ahora una nueva antología de la poesía de Siles he recordado cómo una vez, en una de aquellas tertulias madrileñas, se despotricaba de la obra de un poeta social entonces muy aplaudido. Y se hablaba mal. Alguien dijo en su defensa que tendría una buena antología. Quizá no fuera justa la radical descalificación, pero dudo mucho de que un mal poeta pueda tener una buena antología. Las buenas antologías sólo son útiles cuando nos muestran lo mejor de un buen poeta y, sobre todo, cuando adquieren un viso de totalidad. Este es el caso de Cántico de disolución, con prólogo del propio Siles y epílogo y selección de Martín Rodríguez-Gaona. Es una antología, pero no se trata de una mera antología al modo en que algunos poetas publican sus poemas escogidos, sino de una selección de poemas que constituye en sí misma un libro único. Si además este Cántico de disolución se acompaña de una poética tan abarcadora y brillante como la que añade Siles a la obra -toda una hermosa teoría de la expresión poética, por referirme al título de una obra fundamental de Bousoño-, y cuenta ésta por añadidura con un epílogo tan excelente como explicativo de Rodríguez-Gaona, a quien Siles agradece con justicia su inteligencia crítica, el libro contiene otro libro en su parte ensayística que constituye en sí misma no sólo una explicación de la poesía de Siles sino una brillantísima lección sobre la poesía en general. Y si aquí está, como realmente está, lo mejor de Siles, quien no se haya acercado aún a su obra podrá reconocer una poesía hecha en el tiempo, y con mucho tiempo, y quien conozca su obra podrá gozarse de nuevo del mejor Siles. Porque la fidelidad a un modo expresivo y a un mundo propio, a una manera concreta de expresar la emoción o entenderse con las palabras, no implica renuncia al cambio, antes al contrario, éste enriquece la voz personal del poeta, pero además la evolución en el tiempo no modifica en su caso la coherencia de su singularidad. Esta no es para mí otra cosa que una mirada única, proyectada sobre estampas diferentes; la misma voz buscándose a sí misma en ese proyecto que obedece a una única música con distintos instrumentos y variados registros. Él admite que en su poesía hay un sólo tema -la realidad- que unifica otros dos: la identidad y el lenguaje. Más que estilos o etapas lo que reconoce Siles en su obra son personas poemáticas diferentes. Es más: es posible que algunos poetas se vean necesitados de cambiar de voz cuando estiman que aún no han encontrado la suya. Pero a mí me parece muy admirable el poeta que nace con una voz y logra como Siles desarrollarla, manejarla a su antojo, dejarse manejar por ella. Reconoce el brillante filólogo que lo habita que el lenguaje ha sido siempre para él una obsesión. Además, en el caso de Siles, el filólogo aparece siempre donde el poeta lo espera o no, pero se hace presente. Del mismo modo que las referencias culturales, los iconos de un tiempo nuevo o los paisajes de la vida cotidiana en cambio llegan a imponerse en una misma mirada secular que alimenta la coherencia y la fidelidad a una manera de ver el mundo. Siles sostiene en el trabajo que abre este libro que «el poeta, siendo él mismo siempre, tampoco siempre es el mismo: experimenta en su vida como en su obra alguna variación». Y él es un explorador: cuando aborda los signos de la modernidad no es tanto para describirla -no se aplica al oficio de narrador- cuanto para hallar en los nuevos iconos lo de siempre en él: una lectura interior. Nunca es un descubridor de lo evidente, sino un buscador de lo que no dice aquello que se ve. Acaso la verdadera poesía sea eso. No es una falsa realidad la que busca mostrarnos, sino una realidad que busca otra, la que no se queda en lo que vemos. Por eso parece coger la palabra al vuelo, la suelta luego, la somete o la abandona a su libre albedrío. Es a veces un poeta de silencios porque la palabra los necesita, pero sabe muy bien que las palabras van más allá del silencio y las persigue. Entre otras cosas porque la palabra para él es placer en sí misma. Parece tener muy en cuenta que la palabra nos hace más que nos explica. Y por eso se propone, quizá, una poesía llena de interrogantes que no buscan respuesta. Trata, como él mismo ha dicho, de «vivir al otro lado del poema».

¿Es una metapoética lo suyo, es Siles un poeta existencialista, es un poeta metafísico? ¿Es ahora más que antes un poeta de la memoria? Responde él en la brillante introducción a este libro: «Ni yo ni mis personas poemáticas somos uno y el mismo, como tampoco lo es el propio yo. Lo queramos o no estamos siempre en continuo movimiento».

*Escritor y periodista

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