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Complicidades

Poner nombre

El oficio de escribir tiene negociados distintos, secciones, partes, variedades, ámbitos de especialización. No es lo mismo, por ejemplo, el primer impulso de la escritura -sea nuestro ritmo rápido o lento, minucioso o atropellado- que el acto de corregir. En nada se parecen los períodos de invención (cuando se traza un plan de trabajo, si es que se traza, cuando se toman notas y se estudia la bibliografía conveniente) a esos otros períodos en que hay que olvidarse de todo lo estudiado para empujar el texto hacia adelante. Las entrevistas de promoción constituyen un subgénero de la literatura fantástica autobiográfica, y no tienen nada que ver con, pongamos por caso, la tarea de ordenar un libro de poemas, una vez que hemos decidido el número de composiciones que albergará.

La labor de titular nuestro libro representa no sólo una de esas ocasiones especiales, sino que además significa, en sí misma, una especialidad de la escritura. Nominar no es poner nombre, aunque esa sea la acepción del verbo en el diccionario. Nominar representa otorgar a algo un añadido de naturaleza, de ser, de existir. Poner nombre entraña conceder a algo, a alguien, un destino: el suyo propio.

Hasta que las cosas no tienen nombre puede que existan, pero lo hacen en inferioridad de condiciones con respecto a todo aquello que sí lo tiene. Lo falto de nombre, de título, vive una existencia más frágil de lo corriente, disminuida, hospiciana. El más literario de los sacramentos, sin duda, es el del bautismo, porque pone título al relato de una nueva vida.

Estoy seguro de que podría haber sido tan sólo un escritor, satisfecho, de títulos. Tengo cuadernos repletos de garabatos, con ejemplos para los libros que no escribiré nunca. Me gusta coleccionar títulos. No es raro que me apetezca inventarlos para novelas espectrales, para ensayos que no acometeré, para poemas y poemarios que no existirán. Alguna vez he soñado con un libro que contuviese entre sus páginas nada más que títulos, tal vez por secciones: novela policiaca, novela histórica, memorias, poesía épica, teatro del absurdo, filosofía del derecho, vampirismo, repostería. Podría llamarse Lo que sí tiene nombre, o Envoltorios, o Los libros intangibles.

A menudo he pensado que muchos escritores acabamos los libros por el simple placer de bautizarlos con su nombre, que, una vez decidido, acaba por ser el que necesitaba, por más que a algunos pueda parecerles inadecuado. Suelo trabajar con un título concreto, siempre que tengo un proyecto en marcha, pero me digo que ese título es provisional, para ver si acierto a encontrar otro mejor. Hago listas, inventarios, en libretas y hojas sueltas desperdigadas. En algún caso, he descubierto el nombre de mi libro antes de ponerme a escribir, y en otros apenas unas horas antes de darlo al editor, muchos meses después de haber acabado el texto. La alegría de inventar un título que creemos bueno resulta saciante, como lo resulta, en una dimensión más profunda, la intuición de haber escrito un buen poema, un buen artículo, una buena página de prosa. Porque, hasta que las cosas no tienen su nombre adecuado, no podemos llamarlas como se merecen.

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