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Carta a Rousseau

Carta a Rousseau

¿Quién eres? El hijo de un relojero de Ginebra. Un tipo singular. Puedes ser bueno, generoso y sublime, también despreciable y vil. ¿Qué hombre no ha sido ambas cosas? Pero en el péndulo de las pasiones, el arco de tu oscilación supera cualquier otro. Cantas como nadie tus dignidades y tus miserias. Te elevas a las alturas con la misma presteza con la que te precipitas en el cieno. Y el primer sorprendido eres tú. Por eso has hecho de ti el enigma del mundo, el objeto exclusivo de estudio, el personaje único de tus novelas, la singularidad perfecta. Transmutas las amargas necesidades en decisiones premeditadas. Y no sólo las tuyas, también las de tus enemigos. Tus recelos lindan con tus desvaríos: eres objeto de una conspiración internacional. Perfeccionas un arte, el de la novela, que deprava las almas. No te importa, quieres que otros vivan tus emociones, no estar solo. Dices no haber conocido el amor, con madame de Warens tuviste la ternura de una madre, con madame de Houdetot un romance senil, con Thérèse un ama de llaves y una cocinera, una compañera de infortunios y un estorbo para tu gloria.

Tu emoción primera, o eso recuerdas, fueron las novelas. Ahora descrees de ellas pero de niño te convertías fácilmente en su protagonista. Desde entonces estas convencido de que tu vida es una larga ensoñación. Buscas en tus sentimientos y te lanzas a la confesión, para mostrarte, coqueto, todavía embargado por los afectos de antaño. Nadie se atreve a parecer lo que es y tú has quebrado el maleficio. Y sueñas con la transparencia. Viejo loco, quisieras ser ángel, romper la barrera entre tu conducta y las disposiciones de tu corazón, quebrar la tensión entre ser y parecer. Pero ser hombre es ser carne y llama interior, cuerpo rugoso y opaco de imposible trasparencia.

Fuiste pobre, tacaño y desprendido al mismo tiempo. Repudiaste el lujo y la esclavitud. Sabes que esclavizar esclaviza y buscaste honestamente la sencillez. Te alejaste de los librepensadores y de los jesuitas, y recibiste de ambos su veneno: la burla cruel y taladrante, en forma de libelo o rumor, la ira de los púlpitos, las piedras de los enciclopedistas. Has nacido para ser perseguido. Renunciaste a una pensión del rey y a otra de madame d´Epinay (no quieres que los poderosos dirijan tus pasos). Renunciaste al matrimonio, a tus deberes de padre, a los hijos que diste al hospicio, al Estado y sus instituciones, a la ciudadanía de la que tanto te vanagloriabas. Incluso te has privado de vivir de tus libros (no quieres que el público dirija tus pasos) y te dedicas a copiar partituras. Fuiste apedreado en Ginebra, humillado en París y perseguido en otros países (aunque no tantos como crees). Grimm, Holbach y Voltaire te han ridiculizado. El bueno de Hume te encontró un refugio en Inglaterra y de allí también tuviste que huir.

Gozas en la probidad de tus confesiones y te complace verte reflejado en sus páginas. Te amas, te odias. Siempre intensamente. Eres Narciso que, pintado con traje de mujer, se enamora de su retrato. Ni siquiera sabes si paladeas más las elevaciones o las miserias, pero tienes claro que la cadena de tus sentimientos es irrepetible y única. Podrán discutir las fechas y los hechos, pero lo sentido es irrefutable. Ese es tu reino inexpugnable. Tu natural timidez te hizo poco emprendedor con las mujeres. Saciabas tus eróticos furores con la imaginación y te pasarás la vida codiciando y callado junto a las damas que has amado. Prefieres estar a sus pies, obedecer sus órdenes y pedirles constantemente perdón. Poseerás muy poco, pero no dejarás de gozar a tu manera. Ese es tu modo de acordar tu carácter tímido y tu espíritu novelesco. De ahí saldrá La nueva Eloísa y con ella conquistará a las grandes damas de Europa.

Tras veinte días de arresto, Diderot ha confesado la autoría de la Carta a los ciegos. Se le autoriza a recibir visitas en el parque de Vincennes. Allí te diriges, embebido de emoción, volando hacia los brazos de tu amigo. No quieres gastar en un coche de punto y recorres a buen ritmo las dos leguas que te separan de él. El calor es asfixiante y decides hacer un alto en el camino. Topas con el anuncio del certamen de la Academia de Dijon. La cuestión planteada es diáfana: si las artes y las ciencias contribuyen a depurar las costumbres. La propia pregunta te ofrece la solución: Sustituyes depurar por corromper y ya lo tienes. De pronto experimentas una sacudida eléctrica y un destello. Cierras la gaceta y entornas los ojos. Te oprimen violentas palpitaciones. Ante ti se desencadena una avalancha de imágenes. Ves un universo completamente distinto, luminoso y terrible a un tiempo, caótico y ordenado. Aturdido, rompes a llorar. Algo dormido se ha despertado, tú mismo te sientes otro. Naturaleza y cultura reeditan en ti su vieja querella. Has encontrado la hierba doncella.

Vives una época de bellos espíritus pero escasa en genios. Tú eres uno de ellos, pero un genio del bosque. En las frondosidades lees la historia del hombre. Buscas la soledad, pero es esencial que sepan que estás sólo, que diriges desde la distancia el curso del mundo. Abominas de los eruditos, del desequilibro entre facultades y necesidades, de la cultura excesiva y de todos aquellos que se alejan de la vida sencilla. Te repugnan las instituciones y las pretensiones metafísicas. Tuviste que romper con los hombres para sentir cabalmente el gozo de la naturaleza. A tus perseguidores debes tus éxtasis.

Y sin embargo, frecuentas el salón de Holbach. No sabes muy bien porqué. Te asquea el ambiente y odias las bromas indirectas y mordaces. Eres torpe y lento en la réplica y sueles salir malparado. Allí te encuentras con Diderot, Helvetius, d´Alambert y Buffon. Entre vinos y entremeses se baten ateos y deístas, en busca de una receta contra una teología cruel. Te estremeces del ateísmo que te rodea, pero no pierdes el tiempo. Observas cuidadosamente al barón, le fascina la ciencia, le horrorizan los sacerdotes, pero es incapaz de odiar a nadie. Es el perfecto virtuoso agnóstico y te servirá de modelo para monsieur Wolmar. D´Alambert te ha retratado con finura y crueldad: Jean-Jaques es un enfermo con un gran espíritu, pero sólo tiene espíritu cuando tiene fiebre. No hay que sanarlo ni burlarse de él.

Pocos conocen tu manera de trabajar. Necesitas del extravío y la ensoñación, no sabes escribir si no estás perdido. Meditas mientras huyes, en cuanto te detienes, dejas de pensar. Tu cabeza sólo avanza con tu zancada, contemplando las copas de los árboles y las humedades del suelo. La tierra no es de nadie y tú vagas por ella escondiéndote. Pero la fama precede tus pasos y, en el país del que huyes, los más elocuentes son los más admirados. Tú eres uno de ellos. Ese ha sido tu primer paso hacia la desigualdad. Reeditas lo que ocurrió entre los amables salvajes. El estado natural carece de ofensas y agravios. De la notoriedad nacieron las primeras responsabilidades civiles y de ellas la vanidad y el desprecio. No hay injuria donde no hay reputación. Y tú cuidas la tuya, fugitiva. Denuncias esas cosas inútiles que creemos tan necesarias, las formas de vida blandas y ahembradas. Elogias la vida sencilla. Nadie ha recreado como tú el sueño ligero del salvaje, la piedad congénita de la Naturaleza, esa es tu singularidad femenina.

Acabas tus días, ensimismado, consagrado a tu paisaje interior, a la evocación doméstica de manías y querellas. Siempre fuiste tu objeto favorito de estudio. Nada te conmueve tanto como los afectos de tu corazón. De muchacho, atraído por las caricias y seducido por la necesidad, te hiciste católico, y desde entonces has sido un menesteroso, el mendigo sin espada ni reloj, pero nunca renunciaste a ser guía de los hombres. Ese es el cetro de tinta de tu vanidad, tu vieja casaca de armenio, tu piel de oso. Te has mirado con tanta obstinación que no has visto la trampa de la transparencia, su quimera cruel. El yo que proclamas es un tú. Eso te ha faltado.

Te alejas de tu amante para poder escribirle. Lo has hecho siempre. Ahora vuelves a París y tu regreso se ha convertido en el tema de conversación de todos los salones. La gente se agolpa a las puertas de café de la Régence para ver tu rostro indescifrable. Te rodean pero no se atreven a dirigirse a ti. Has abandonado tu casaca de armenio pero no dejas de ser un extranjero, una inquietante criatura de otro planeta. Alquilas un modesto apartamento donde recibes, según tu humor, a los grandes de Europa. El resto del tiempo lo pasas copiando música, clasificando plantas, improvisando melodías. El procurador general te ha exigido que no escribas o al menos que no publiques. Si obedeces, la policía no te molestará. Visitas a tus viejas amigas y lees en sus salones, esos que tanto aborreces. Pues ya no habrá conversación, ni caos de interrupciones y frivolidades, ahora te escucharán a ti.

Pasas el invierno confesándote en casa de la condesa de Egmont y en otros lugares nobles. Has guardado tu traje de oso, te dejas agasajar por petimetres y cortesanas y permites que los vapores de la gloria se te suban a la cabeza. La adversidad es una gran maestra y conoces bien sus lecciones: te recreas tejiendo el entramado de tus infortunios. Las sesiones comienzan tras una copiosa comida y duran hasta la madrugada. Pocos resisten la lágrima y el estremecimiento. Tu prosa ha hecho enmudecer a los misioneros del ateísmo. Tu voz es ahora bálsamo y no trueno (eso dices) que saca de las almas su ternura y las inflama de bellos sentimientos. Por un momento se obra el milagro y son niños, sólo niños, los que te escuchan. Esos niños que perdiste y andas siempre buscando, esos niños que ahora dictan tus confesiones. Y preguntas a viva voz si semejante carácter es digno de escarnio, y pides mil veces perdón en nombre del reposo de tu alma. Viejo zorro. Nunca te secuestraste a la sociedad. La estuviste merodeando desde el bosque, preparado furtivas incursiones. Entonces se hace un grave silencio y aprovechas el momento para retirarte, para agrandar el vacío de sus corazones.

*Filósofo y escritor

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