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Carcajada limpia

Como le sucedió a Groucho Marx cuando se dejó convencer por la publicidad de unos puros que prometían «una hora en La Habana» (por unidad) y en ninguno de las casos su combustión pasó de veinticinco minutos, decidí comprar la novelita (por su corta extensión) Una lectora nada común de Alan Bennett, cuya recensión, leída donde no recuerdo, auguraba carcajadas a manta. Tampoco se vieron cumplidas las expectativas, ya que para ser exactos el librito solo me arrancó una breve (¡ja!) carcajada, a pesar de lo cual aprovecharé para recomendarlo desde aquí porque está muy bien y divertido, aún sin llegar a ser tronchante.

Y es que provocar la risa con un texto es francamente difícil, no así tanto la sonrisa, pero lograr que alguien estalle en carcajadas mediante la lectura no está en manos de cualquiera. Me compré de jovencito un libro de Woody Allen en aquella colección plateada y tan bonita de Tusquets y que contenía ese texto dialogado en que llegaba la Muerte a por uno a su casa y era una muerte patosa que andaba tropezándose con los muebles, y hombre, por eso hacía gracia, pero en ningún momento me arrancó la carcajada, de modo que nunca volví a comprarme otro libro de Woody Allen.

Pongo este ejemplo porque en cambio he visto varias veces ese texto puesto en escena, y la cosa cambia, puede que no siempre pero a veces me he reído. Hay aquí dos factores que pueden cambiar las cosas: que el texto sea oído, con entonación, pausas y énfasis y no leído; su parte visual: el aspecto de los actores, sus gestos, las luces sobre ellos y la decoración a su alrededor y hasta una ambientación musical que ayude a crear el tempo y hasta el suspense. Y me parece que, sobre todo, se da el hecho de que en una representación no sueles estar solo (y si lo estás, prepárate para lo peor), con lo cual si asoma la risa y como esta tiene la cualidad de ser contagiosa, salvo que desde atrás de la cuarta pared no te haga ninguna gracia aquello que presencias, es fácil que rías con algo con que de otro modo no harías.

Aún así hay escritos, y detrás de ellos sus autores, con la capacidad de encontrándote en soledad (bueno, con el libro) conseguir que brote la carcajada y algunos de ellos conmigo lo han logrado: desde los del citado allá arriba, Groucho y yo y Las cartas de€; Dinero de Martin Amis, la única novela que he concluido para volverla a empezar. En cambio, compré cuatro o cinco libros más de Amis y la fiesta no siguió, en ninguno de ellos pasé de la décima página (pero me parece que Dinero es suficiente para colocar a su autor en el Universo); el Tristram Shandy de Sterne es otra obra en (estando en) la que a menudo no puedo (ni deseo) contener la risa; La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, tampoco puede faltar en esta lista del descacharre; y dejo para el final el único libro que he comprado en la Feria del Libro de Ocasión y que releo al menos una vez al año: Las cassetes McMacarra, por el autor del mismo nombre, y que era uno de los seudónimos que usaba en Hermano Lobo Emilio de la Cruz, un fenómeno de la naturaleza a quien no conozco personalmente, pero no desespero de ello pues se ha venido a vivir a Alzira, cerca de su hermana Dª María de la Cruz, profesora mía de Geografía en el instituto, y a quien debo una de estas columnas (a McMacarra, digo).

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