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Seré duda selfi de escritor

Seré duda selfi de escritor

Si la novela es un espejo a lo largo de un camino, el elegido por Andrés Trapiello (Manzaneda del Torío. León, 1953) en la última entrega de sus diarios, está lleno de escollos que harán tropezar a más de un caminante descuidado que se aventure por sus páginas.

En realidad un juego de espejos que reflejan alternativamente los avatares cotidianos de la salita de estar y la mesa camilla combinados con el mapa de las guerras literarias. Un pórtico que nos adentra en el mundo de la competencia artística y describe la cansina vida del oficio de la pluma, tan emocionante como un paseo por el parque de tu barrio. Una escritura en apariencia desenfadada que posee un inequívoco tono hipster. Como una cuidada barba.

El diarismo se ha puesto de moda. La vida privada de nuestras estrellas de la pluma es un asunto público. Saber cómo de hechos le gustan los huevos fritos a nuestro escritor favorito; poder maldecir sus lamentables gustos; reconfortarnos con sus problemas y criticar su equivocada visión del mundo. La cosa tiene su morbo y su industria. Es un quid pro quo entre novelistas y lectores. Ambos salen ganando. El autor se desnuda y, al tiempo que hace literatura, libera su pulsión grafómana.

Es un desnudo engañoso; tuneado a posteriori para ser leído. No estamos hablando de Bukowsky, sino de un cervantista acrisolado, con una abultada producción a sus espaldas; al estilo de los vetustos escritores del XIX. Pero poco importa al lector adicto a las confidencias. El libro es ambrosía para el voyeur literario.

Seré Duda, el decimonoveno tomo de sus diarios, comenzados el siglo pasado con El gato encerrado (1990) -y continuados año tras año, a caballo de dos centurias- culmina ahora en un inmenso jardín de anécdotas que se despliegan en muchas direcciones, pero vienen todas a parar al mismo lugar. La mirada vanidosa del intelectual hacia el mundo. Su particular ajuste de cuentas con la realidad. Meandros, callejas, esquinas y chaflanes de anécdotas y chascarrillos, que poseen la virtud de la simpleza y el defecto de cierta afectación literaria de aquellos que se baten el cobre por alcanzar altas cotas en el Olimpo literario.

Lo que tiene forma de diario personal esconde una visión del mundo que en el caso de Trapiello es conservadora, con sabor a magdalena de Proust. Las críticas son suaves, nunca ofensivas; casi nos hacen creer que escribe un hombre sencillo, sin ambiciones. Pero no existe escritor sin ambición y los diarios son la apoteosis narcisista por excelencia.

Los selfies del autor de El buque fantasma van a contracorriente. Poseen la franqueza del converso y manejan una prosa que evoca a los literatos de salón. Una suerte de anti vanguardia.

Nos encontramos pues ante el novelista en zapatillas de felpa y boina, en una imagen que recuerda al Baroja íntimo, contándonos sus cuitas más inofensivas y domésticas. Un día a día a lo largo de un año, sin fechas, ni nombres, ni apellidos; sólo enigmáticas x que despistan. Obligan al lector a hacer sus cálculos de fechas y hechos partiendo de las claves que da el narrador.

Trapiello, Premio Nadal en 2003 por Los amigos del crimen perfecto, ha escandalizado a medio mundo reescribiendo en castellano moderno nada menos que el Quijote (Destino, 2015). Para algunos críticos, eso es como colorear las películas antiguas.

«Me gusta pensar que escribo para esos pocos que se sienten libres, riéndose un poco de sí y de su tiempo, como niños que juegan», confiesa el autor en uno de sus (seis) prólogos, para acto seguido comenzar a jugar con las palabras. De esta forma el diarista brinca de un asunto a otro sin buscar ritmo ni estilo; como al desgaire; literalmente como podría hacer un ama de casa escribiendo una lista de compra.

Igual te cuenta como arregla una ventana de su chalé o el conflicto con un vecino por un asunto baladí, que destripa las convenciones de su oficio, «comisionista de la literatura» como el mismo se define. Y ahí salta la franqueza del azorinista Trapiello: narra, sin asomo de humor o ironía, el calvario del autor moderno, que se gana la vida de charla en charla, columna y columna, y conferencia en conferencia. No sólo de sus libros vive el hombre, así que, como decenas de sus coetáneos, la vida del autor transcurre en los aviones y en las ferias, y por lo que cuenta Trapiello, la cosa parece como el negocio del espectáculo, pero en cutre.

Trapiello hace de su miscelánea una terapia. Son casi ochocientas páginas de asuntos que carecen de interés por sí mismos, lo interesante es cómo se cuentan.

En una espectacular topografía, que recorre la geografía patria y parte del extranjero, Trapiello nos cuenta una conversación con un taxista de Alcoi (el novelista mantiene la Y) y aquí desliza su pulla-tópico sobre «la elocuencia levantina», para luego echar una conferencia sobre Cervantes en Albacete. «Yo también soy comisionista con el Quijote» o lamentar que nadie le hace caso en un encuentro con intelectuales valencianos en San Miguel de los Reyes.

Este Salón de pasos perdidos, como subtitula sus diarios, ofrece una de cal y otra de arena. Momentos en que se pone lírico contando como conversa con los pájaros de su ventana y secuencias de sus visitas a bibliotecas privadas o sus correrías por el rastro para saciar su adicción de bibliófilo y adquirir joyas a los chamarileros gitanos.

Luego están los chismorreos y los navajazos relacionados con el poder literario en Madrid; arremete, como no, contra los críticos y destila hostilidad frente a las ideologías y posturas de izquierdas. Ya fue polémico el autor con su libro Las armas y las letras, donde reivindicaba el mérito de ciertos escritores fascistas hispanos.

Es un diarista aprensivo, alérgico a muchas cosas (los republicanos entre ellas), desconfiado, y en ocasiones, cosmético. Azorín es un referente, al igual que su amigo el pintor Ramón Gaya al que siempre alude con iniciales, como en un texto cifrado. Un gran artista desparecido cuyos cuadros tienen asombrosa concomitancia con el estilo desvaído, como de gouache, de Trapiello.

No le gusta el jazz, no había leído a Saul Bellow, cuenta un viaje con Raphael en avión, y es capaz de morder la mano que le da de comer al narrar el derroche que suponen ciertos actos culturales. «La vida literaria está hecha de pequeñas cosas», escribe. Disfunciones del mercado cultural que el diarista escribe cual turista en su propio país.

Ejemplo: una conferencia en Puerto de la Cruz. «Esto no puede ser. No puede ser que ningún ayuntamiento le pague a uno ese dineral y no lograr reunir a más de ocho personas (?) el concejal del ramo, el conserje, la directora de la sala y mi acompañante», escribe escandalizado, para zanjar, «con el dinero que le han pagado a uno, se hubiese podido escolarizar a doscientos inmigrantes de los que llegan en patera a Fuerteventura». A Andrés Trapiello, como a muchos otros, le duele España.

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