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El juego de hacer versos

Un día de enero de 1990 me encontré a Ernest Lluch ante el mesetón de peticiones de la Biblioteca Nacional de Madrid, y me dio la noticia del reciente fallecimiento, el lunes 8, de Jaime Gil de Biedma. Me vino entonces a la mente el poema que Jaime escribió al saber, a fines de 1963, que Luis Cernuda había muerto. Algunos de sus versos le son aplicables, si bien él no tuvo «una vejez serena de luminosos días». Tampoco el destino que imaginó en su poema De vita beata: «vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia». Fue entre las ruinas de un cuerpo abrumado por una enfermedad penosa, en el que sólo la inteligencia perduraba sin mengua. El que quiera saber quién fue Jaime Gil de Biedma debe leer este volumen, junto a la biografía de Miguel Dalmau (Barcelona, 2004).

El primer bloque, dedicado a la estancia en Manila en 1956, tiene todo el atractivo del tercer mundo, pintoresco y primitivo. Lo era, por su libertad de costumbres, para un joven homosexual procedente de una España de cuartel y sacristía. Amargaba esa satisfacción la incomodidad de formar parte de la clase dominante, compartiendo sus privilegios y siendo testigo de «su insufrible y petulante suficiencia y su racismo irremediable».

Jaime vivió, en especial durante sus cacerías sexuales, la inseguridad propia de un país ineficiente y miserable, hasta que aprendió a dejarse chantajear módicamente por una población de nativos serviles y sumisos ante el europeo dado a empinar el codo vestido de smoking blanco, y cuyo billetero se abría con tanta facilidad como su bragueta. La sordidez más extrema asoma reiteradamente en aquel mundillo filipino de chabolas y galpones donde la profesión de taxista encubría la de proxeneta, los padres prostituían a sus hijos y el sexo se servía como comida rápida, sin aliño y cruda. Una página habla de «un prostíbulo mixto de niños y de niñas». La falta de habilidad y vocación de uno de aquellos zagales, poco entusiasta e inexperto, motiva el siguiente comentario, entre versos venéreos y ahora venatorios de Garcilaso: «No me importa pagar, pero quiero que me aprecien». Parece mucho pedir. Con todo, hay que reconocer que más de una vez le avergonzó actuar de depredador sexual gracias a aquella apoteosis de la miseria; y que las experiencias de Filipinas fueron a convertirse, filtradas a través de la compasión y la nostalgia, en espléndidos poemas.

Pero no todo es sexo en estos diarios. En ellos hay también mucho amor, pensamiento y literatura. Por sus páginas pasan Vicente Aleixandre, Carlos Barral, José María Castellet, Gabriel Ferrater, Juan García Hortelano, Ángel González, José Agustín, Juan y Luis Goytisolo, José Hierro, Juan Marsé, Blas de Otero, Mario Vargas Llosa y María Zambrano. Y Luis Cernuda, por quien sintió Jaime cariño y devoción, tan grandes como el interés que le mereció su ensayo de 1959 titulado Historial de un libro, documento de la incomprensión de que fue víctima Cernuda y del permanente resentimiento que marcó su vida y su poesía. Qué hubieran dicho los dos de haber sabido, como demuestran las cartas de Pedro Salinas a Jorge Guillén en 1927, que el primero intentó impedir, a instancias del segundo, la publicación del primer libro de Cernuda, Perfil del aire. Se trata de un capítulo peculiar de la que se ha dado en llamar «la generación de la amistad».

Hay en estos diarios numerosas alusiones a la «Escuela de Barcelona», subgrupo de la generación poética del 50 al que pertenecía Jaime. De acuerdo con el espíritu de los años sesenta, en los que se imponía la poesía social, Antonio Machado está hipervalorado como el más importante poeta español del siglo XX, un fervor sin duda excesivo, eco del homenaje a Don Antonio que, en el vigésimo aniversario de su muerte, el 22 de febrero de 1959, protagonizaron en el cementerio de Colliure Jaime Gil de Biedma, José María Castellet, Carlos Barral y otros.

La veneración de Don Antonio casa con el injusto desprecio de Juan Ramón Jiménez por Jaime y su grupo, que dio lugar a su insólita exclusión de la antología Veinte años de poesía española, publicada en su primera edición en 1960 y elaborada por Castellet, Barral y Jaime. La actitud hacia Juan Ramón es una mancha en la ejecutoria intelectual de Jaime Gil de Biedma, que era muy dado a la boutade vitriólica, a la arbitrariedad y a la obstinación en no entender a quien no le caía simpático. Buen ejemplo de ello fue su polémica con Carlos Bousoño, dentro del enfrentamiento acerca de la naturaleza de la poesía, polémica en la que intervino decisivamente Carlos Barral y que se ha considerado seña de identidad de la Escuela de Barcelona.

Numerosas son las referencias a los poetas ingleses y franceses que Jaime frecuentaba y tomaba como modelo, y a teóricos literarios anglosajones como Eliot, Empson o Langbaum. Este último fue usado como ariete por la generación poética que emergió en los años ochenta. Jaime, gracias a su conocimiento del inglés, entendió siempre que The poetry of experience (La poesía de la experiencia, 1957) de Robert Langbaum trata de la superación del Romanticismo mediante el monólogo dramático. El equívoco al que me refiero es pintoresco, pues los jóvenes que hacían bandera de combate de Langbaum lo interpretaron al revés porque no entendían de su libro más que el título, e incluso Langbaum hizo un amago de apadrinarlos porque no entendía el español. Una comedia de errores ante la que Jaime hizo la vista gorda porque a él, como cónsul de Langbaum, lo ponían en un altar y le rezaban, y a nadie le amarga un dulce. Pero todo eso es ya agua pasada.

Sin duda alguna lo más interesante de estos diarios es la serie de reflexiones de Jaime acerca del proceso de composición de sus propios poemas, y la conservación y discusión de variantes. Diario de Moralidades es así un texto ejemplar a propósito de La novela de un joven pobre, París, postal del cielo, Canción de aniversario o Apología y petición. Además, Jaime fue dejando un reguero de reflexiones acerca de su propia poética, muchas de las cuales son asimismo aplicables a la generación del 50: la elaboración de una retórica destinada a dotar al lenguaje de apariencia conversacional desprovista de artificio, la semántica del ritmo, la amenaza de la autoimitación, la administración de la emoción y el sentimentalismo, la experimentación con la estrofa. La escritura laboriosa a lo largo del tiempo arrumba el supuesto desinterés, del que Jaime alardeaba, hacia la insistencia trabajosa en conseguir lo que la intuición y la inspiración no le ofrecían. Considere el lector las anotaciones acerca de Canción de aniversario, en junio y julio de 1960: el fastidio reiterado ante el fracaso de dar con un solo verso acertado, la impaciencia por concluir «ese poema, que lleva en el telar dos meses cumplidos».

«El arte es largo, y además no importa», escribió Antonio Machado. Los supuestos desdeñosos del esfuerzo saben que lo primero es verdadero, y falso lo segundo.

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