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Interpreto oráculos

En los últimos tiempos me he convertido en adivino doméstico para asuntos propios, aunque también descifro en secreto el porvenir de mi familia y de algunos amigos. La crisis me ha llevado al pluriempleo. A pesar de que ya tengo una edad, el ejemplo de los jóvenes emprendedores me ha inspirado. No puedo dedicar nada de mi presupuesto al capítulo de «Augurios, Adivinaciones y Sortilegios», de manera que desde hace unos años me he adentrado por mi cuenta en el arte de la interpretación de las señales que el destino nos envía. Esta materia se parece al bricolage: el caso es ponerse, rodearse de buenas herramientas y tener constancia. Al final, la inspiración llega. No resulta tan difícil: cosas más abstrusas que el futuro me tocó leer, durante mis años universitarios, en la Facultad de Filología de Valencia.

En opinión de muchos reputados filósofos y científicos, el universo es un todo, tan íntimamente conectado que no podemos prescindir del más pequeño hecho de la historia, sin que la historia al completo se desmorone; igual que en un tapiz no se puede cortar ningún hilo sin que el tapiz se destruya. Para ser un adivino razonable, bastaría, pues, con saber descifrar el significado profundo de algunas partes y trasladarlas al todo, me dije. Los poetas no hacemos otra cosa: observar lo diminuto y proyectarlo hacia lo universal, más o menos.

Mi método oracular está arraigado en la tradición clásica. Algunos lo han llamado Sincronismo. Otros lo conocen como «Sortes». Yo, que tengo mis nociones de marketing, lo he patentado como «Método Marzal de Adivinación Inmediata» («Memaradin», en su forma sintética). Es muy sencillo, pero su verdadera eficacia reside en la capacidad interpretativa de quien lo usa. Se podría decir con razón que el fin justifica los médiums. Para que el «Memaradin» constituya un electrodoméstico poderoso, debe ponerse en manos de un buen hermeneuta: a ser posible, un servidor.

Se trata de un sistema de análisis del azar mediante la lectura de palabras de superlativo contenido simbólico. Como leer los posos del café, pero con la ventaja de que no hay que tomarse un café, y, por tanto, no se pone en peligro la tensión arterial del quiromántico. Funciona así: voy al despacho, cojo un libro cualquiera, lo abro por donde me da la gana y leo la última palabra de la página impar. Con eso basta: el acorde sincrético de la Creación suena, y yo lo traduzco al español contemporáneo.

Me sirvo de mi artefacto para todo. Si me duele la cabeza y temo que sea algo incurable, acudo, por ejemplo, a la Cronología Universal de Espasa, y me topo con la palabra «Wyszynski», un cardenal polaco, al parecer. De un cardenal tan consonántico no puede venirme ningún mal, eso es seguro. ¿Debo comprarme un abrigo en las rebajas? El Zaratustra de Nietzsche me susurra: «Teatro». Interpreto que en el gran teatro del mundo necesito un atrezzo adecuado, un buen abrigo de espiga, o un anorak nórdico. Y así van pasando los meses.

Voy a empezar a leer para el público en general, como institución sin ánimo de lucro.

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