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Complicidades

Ostentaciones

Como hay que renovarse en todos los ámbitos de la experiencia, me estoy sometiendo al estudio de nuevas disciplinas enriquecedoras. Tengo entendido que este fenómeno se conoce en el universo académico como «transversalidad». Me gusta mucho el término, aunque no sepa muy bien lo que quiere decir. No importa: hay muchas cosas que no entiendo del todo y las utilizo a diario, desde el motor de combustión hasta la idiosincrasia española, pasando por el ácido hialurónico de una milagrosa crema facial que me vendió mi dependienta de cabecera, en la sección de perfumería de Mercadona.

Creo que yo podría ser un buen ejemplo de individuo transversal. Un tipo intersecante, por así decir: una mente inquieta que va de flor en flor del conocimiento, picando de aquí y de allá. Ahora estoy aprendiendo una suerte de zen mediterráneo (valga el oxímoron), que consiste en la meditación al paso, mientras deambulo por las calles con las manos cruzadas a la espalda, a ser posible silbando alguna tonadilla amable.

La otra mañana el azar objetivo me empujó hacia el barrio de El Carmen, y cuando pasaba por delante de la Lonja de la Seda, se me encendió la bombilla filosófica, me llevé la mano al mentón, fruncí los labios y formulé para mis adentros las siguientes reflexiones.

Hoy en día está muy mal visto -como supongo que ocurría en otras épocas, entre la gente de buen tono- hacer ostentación de las cosas: de la riqueza, de los títulos honoríficos, de los cargos, del poder. Se considera de mal gusto. Lo ostentoso, a poco que a uno lo hayan educado bien en su casa, resulta hortera.

Pero lo cierto es que la mayor parte de lo que hoy conocemos como arquitectura pública -y podríamos hacer extensible el razonamiento a la gran arquitectura privada- constituye un fruto de la ostentación. Los gremios erigían bellos monumentos civiles, en definitiva, para jactarse de lo prósperos que eran y para procurar serlo más aún. A menudo no basta con que nos vaya bien: necesitamos que lo sepan los demás, exhibir nuestra buena fortuna, a ser posible aspirando a la permanencia más allá de nuestro propio tiempo.

Las maravillas de las grandes ciudades son ostentación. Las cúpulas de las basílicas, las catedrales, los mosaicos, los retablos, los trabajos de la orfebrería son pura vanagloria humana. Esa compañía de arcabuceros de Ámsterdam, que encargó, en 1640, a un tal Rembrandt un cuadro de cuatro metros por cuatro, para retratar a los capitanes, tenientes y soldados de la milicia, ¿que otra cosa pretendía, sino celebrarse a sí misma con cierta petulancia?

Incluso vayamos un poco más allá. ¿No es cualquier testimonio de la literatura, también, un acto de egotismo, una ostentación del pensamiento, del manejo verbal, de la biografía propia, de la imaginación? El arte representa, tal vez, una permanente exhibición de vanidad. De manera que, más que el acto de hacer ostentación, lo que acabamos por juzgar es el legado de cada uno de los ostentosos.

Y después de esto seguí mi paseo de transversalidad docente, mientras silbaba el Funiculí, funiculà napolitano.

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