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Mecenazgo

Convendrán conmigo en que esta columna resulta bastante desagradecida. Viene a ser como la página de sucesos solo que sobre temas que en realidad no preocupan a (casi) nadie. Ya me gustaría poder titular mis colaboraciones con un rotundo «Tima a su suegra y le birla mil euros» o incluso con aquel espeluznante titular del semanario El Caso que decía «¡Bolas de veneno en la casa del terror!» Pero no: en Crónicas de la incultura solo me dejan poner titulares blandengues, estilo «La temporada teatral valenciana está siendo flojísima», lo que, aparte de ser cierto, no tiene otro efecto que enemistarme con los programadores y que nunca me regalen entradas. La crónica cultural solo admite elogios, ¡qué le vamos a hacer! Si escribes de una ópera, no se te olvide decir que la voz de la soprano alcanza tonalidades delicadísimas en los agudos. Si de un libro se trata, qué menos que comparar al autor con García Márquez o, mejor aún, con George Eliot, autor que suena muy British y nadie ha leído hasta el punto de que no suelen saber que era una mujer. Si la crónica va de cine, se puede arriesgar algo más, pero tampoco demasiado: cuando la peli sea pasable, di que resulta una obra excepcional, y cuando sea un bodrio, podrás afirmar que resulta entretenida. Es el triste sino de las páginas de cultura, que cada vez se parecen más a las etiquetas de los vinos con todo aquello del «retrosabor de barrica de roble con matices afrutados y suave textura al paladar». Algún lector podría objetarme que en otros países la crítica cultural va en serio, pero España es un país muy especial, aquí la cultura no se disfruta, constituye un adorno para pavonearse y dejar al amigo boquiabierto: ¿cómo es posible que aún no hayas visto, oído, leído tal y tal obra? Por eso he optado por traer a esta columna los malos productos y no los buenos, para que al contrastar estos con aquellos quede patente cuáles son buenos de verdad. Tener la piel tersa y el cuerpo ágil no es especialmente meritorio a los quince años, pero sí a los setenta, de manera que un setentón cachas debe posar con gente del Imserso para que luzca en todo su esplendor.

Bueno, pues después de todo lo que llevo dicho, inauguro mi primera columna sobre financiación de la cultura y me encuentro con que aquí sucede todo lo contrario. No se pueden dar ejemplos aislados de mala gestión cultural para que luzcan los buenos porque todo el mundo sabe que la gestión de la cultura valenciana ha sido pésima. En el Palau de les Arts, en el IVAM, en la Dirección General del Libro€ se ha dilapidado el dinero a raudales. Por eso he optado por hacer lo contrario, por citar un caso de buena financiación para que sirva de ejemplo. Andaba yo la otra tarde vagando por el centro de Valencia cuando me topé con la iglesia de San Nicolás. ¿Han visto la impresionante restauración a que han sido sometidos la bóveda y el altar? Acostumbrado a una ciudad en la que los poderes públicos hicieron alarde de arruinar a todo un barrio y de dejar abandonado el casco histórico mientras favorecían horripilantes edificios que les reportaron pingües beneficios especulativos, lo ocurrido con San Nicolás es como para pensar que aún tenemos remedio. La restauración en cuestión ha permitido rescatar una verdadera joya, un edificio de obligada visita para propios y extraños. Pero lo más notable no es esto, sino que se haya hecho con capital privado, sin echar mano de las habituales subvenciones públicas: todo ha sido posible gracias a la Fundación Hortensia Herrero, así llamada en honor de la dama responsable de tanta maravilla. No soy un periodista áulico -en realidad no soy periodista- así que me abstengo de explayarme en pormenores. Sirva solo como ejemplo de lo que podría ser Valencia si en su momento la sociedad civil, en vez de pensar en dar el pelotazo, hubiese acudido a tapar las goteras que dejaba una gestión pública calamitosa. Pero nunca es tarde para empezar.

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