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Pintura a flor de piel

Pintura a flor de piel

Primera individual, tras arrancar con sendas colectivas, en este espacio expositivo de nombre Shiras, situado céntrica y estratégicamente en una de las zonas comerciales más emblemáticas de nuestra ciudad. Arte y mercado es un binomio tan explosivo como matrimonio inseparable que se precie. Comercial, junto a decorativo, son calificativos lapidarios que pueden cavar la tumba de cualquier artista, salvo que queden enmascarados, o mejor enterrados, bajo un sólido discurso crítico. Crítica que las más de las veces, requiere de extensas teorías escritas e impactantes imágenes fácilmente legibles.

Atrás, muy atrás, ha dejado Rafa Calduch (Villar del Arzobispo, 1943) su corrosiva figuración crítica de los años 70. Desde entonces, largo y profundo ha sido el camino que ha ido recorriendo, sin prisa pero sin pausa, hacia una pintura abstracta, esencial, en la que se ha despojado de imágenes figurativas para llegar a la sensualidad de una materia pictórica en cuyos poros podemos sentir el calor de una piel animada por la energía y la vitalidad maduras de quien ha rebasado los setenta años manteniendo una actitud incisiva e inconforme.

El juego modular de piezas monocromáticas que conforman dípticos y polípticos pueden remitir a esa repetición y serialidad instauradas por el Minimal en la década de los sesenta, pero nada más alejado del minimalismo que estas obras cargadas de tiempo, de memoria, de experiencia. Aunque la bidimensionalidad pictórica se perciba como espacialidad, en estas pinturas es obligado subrayar su dimensión temporal y procesual. Merleau-Ponty alude con tino a la profundidad temporal de determinada pintura que se hunde hacia dentro (y hacia el pasado) y se adelanta hacia el espectador (y hacia el futuro), de tal modo que en su aparente planitud se condensan el proceso vivido por el pintor y las lecturas futuras del espectador.

El juego con el tiempo y la libertad expresiva de Calduch, se manifiestan también en el hecho de rescatar alguna obra anterior y completarla con otra de similares dimensiones y cromatismo familiar o contratante. Como piezas prealfabéticas de un lenguaje sin embargo complejo -nada más complejo que la sencillez- dialogan en su elocuencia muda, invitando a recorrer en silencio la sala con la mirada atenta. Mirada que, como bien enfatiza el título de la muestra, ha de ser lenta para saborear y no perderse los matices delicados que encierran estos cuadros cuadrados nada cuadriculados, en absoluto superficiales. De hecho, hay mucho de háptico, de táctil en estos trabajos que respiran y transpiran con naturalidad rítmica y serena.

No puedo terminar sin hacer referencia al final de una celebérrima cita de Hokusai, todo un canto a la madurez del artista que lo sitúa en las antípodas de la actual exaltación de la juventud. Hokusai afirma que antes de los sesenta nada hizo merecedor de tenerse en cuenta, que a su edad -73- apenas estaba penetrando en la naturaleza de las cosas y, de seguir así, (sic) cuando tenga 110, todo lo que haga, aunque solo sea un punto o una línea, tendrá vida.

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