Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La ronda de los siete pecados capitales

«Los siete pecados capitales» de El Bosco ha suscitado una agria polémica museística sobre su autoría, a menos de dos meses de la inauguración de la gran muestra del Prado que conmemora su V centenario.

La muerte, con la viuda al fondo. Del Bosco LEVANTE-EMV

Vista a cierta distancia, como hay que ver las cosas si uno quiere ver más allá de sus narices, la polémica montada en torno a la «mesa» de Los siete pecados capitales entre el Rijksmuseum de Amsterdam y el Museo del Prado de Madrid no deja de ser entretenida desde luego, por lo que tiene de pedante, quizás estimulante, como lo es su supuesto autor, El Bosco, y quién sabe si morbosa, por lo pecaminoso del tema. Pintura en cualquier caso espléndida y que suscita comentarios como para llenar toda una biblioteca (y varias hemerotecas). En todo caso, para el que ama el arte, la «mesa» es una joya, sea quien fuere el que la pintó.

De su presunto autor, Hieronimus Bosch, conocido como «El Bosco», sabemos que nació el 2 de octubre de 1452 en la ciudad holandesa de ´s-Hertogenbosch, o Bois-le-Duc (es decir Bosque Ducal) o Bolduque: que de todo ese abanico de nombres disponemos. Su familia procedía de Aachen, la antigua Aquisgrán. Y murió poco antes del 9 de agosto de 1516, día en que se tiene noticia de sus exequias. Este año se cumple por tanto el Quinto Centenario de su muerte, que nos disponemos a celebrar, tanto en su tierra, al norte de Brabante, como en la nuestra, entre el Escorial y Madrid.

Se trata, para empezar, de un pintor enigmático y, precisamente por eso, doblemente atractivo. Pues el empeño en descifrar sus inagotables enigmas, aun hoy, está lejos de haber tocado a su fin. Y para muestra el botón bien puede ser la controvertida «mesa» del Prado que, por de pronto, es y no es una mesa. Lo es, si nos atenemos a la posición horizontal que ocupa en el Museo. Y no lo es, si tenemos en cuenta que Felipe II, su legítimo propietario en tiempos, la tuvo colgada en la pared de su alcoba, en el Escorial, como nos cuenta su puntual historiador el Padre Sigüenza. Dice que haciendo juego con otra, que representaba los siete sacramentos.

A favor del «panel» (asunto de plena actualidad) está el que sus letreros principales se leen de un solo lado. Solo los que identifican los siete pecados hay que leerlos todo alrededor, como lo harían sus imaginarios comensales. Naturalmente, el monarca español, no estaba por la labor de ser uno más de ellos. Y la dispuso en vertical y de frente, como un retablo, para su edificación y la de sus súbditos más íntimos. Y para precaverse, y precaverlos, de tanta malicia como hay en el mundo real. Porque reales son, y no simplemente alegóricas, las escenas que el pintor plasma en la tabla. Y alusivas a éste y al otro mundo. Pero vayamos por partes.

Del gran círculo que domina la mesa se nos ha dicho que representa el «ojo de Dios». En su centro, el iris, Cristo resucitado (vertical) emerge del sepulcro (horizontal). Este emblema desautoriza la opción de la mesa. Y alrededor, en corona circular dividida en trapecios curvos desiguales, están los Pecados Capitales que rodean el Mundo. Para leerlos, a ellos sí, hay que darle la vuelta a la mesa, como lo harían supuestos comensales, cada cual con su vicio capital al frente. Y no son doce, como las horas del día, sino siete, como los días de la semana. A pesar de lo cual, puesta de pie, uno tiende a ver, con el rey, la mesa como un reloj semanal.

Pero en el gran círculo no acaba la cosa: porque otros cuatro círculos menores cuadran sus cuatro esquinas. Y representan los Novísimos o Postrimerías que estudiábamos los niños en el Catecismo: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria. Se ha sugerido que el pintor los pintó en primer lugar porque sus escenas son menos «realistas». Pero ¿cómo se puede ser realista en la concepción del más allá? Solo la Muerte, en la que el malicioso autor pinta al moribundo con la viuda al fondo contando la herencia, da lugar a una escena cotidiana. El resto son quimeras. Y como quimeras se las representa. Juicio y Gloria hieráticos. Infierno en plena zambra.

Cotejar los Pecados descritos en el círculo grande, con los correspondientes castigos que narra el pequeño círculo del Averno, abajo a la izquierda, es uno de los entretenimientos que el autor regala a su público. Los soberbios se miran, como la dama hacía en vida, en el espejo del diablo: pero aquí son pareja y están desnudos y en la cama. Los avariciosos, de los que un juez corrupto es ejemplo, arden ahora en un caldero. A los lujuriosos, antes en pleno banquete, se les suben monstruos a la cama. Al iracundo están a punto de castrarlo. En la mesa del glotón hay sapos y culebras. Al envidioso los despedazan los perros. Y al perezoso le zurran el culo.

¿Fue el Bosco un hereje? No parece. Y menos aún un ateo. Lo que no obsta para que se muestre descaradamente anticlerical, en una época en la que soplan vientos de Reforma. Es probable que Erasmo y él se conocieran: le llevaba solo catorce años y Bolduque está como a 60 kilómetros de Rotterdam. Pudieron encontrarse entre los Hermanos de la Vida en Común, una asociación afín a la Hermandad de Nuestra Señora, o del Cisne Blanco, en la que el Bosco estuvo inscrito y por la que sabemos lo poco que se sabe de su vida y milagros. Con ocasión de su fiesta (1498/99), al Bosco correspondió aportar el cisne para el banquete ritual.

Que los Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu se hallaran en el bando contrario, que descreía del infierno y aseguraba la salvación a todo el mundo, no obsta para que entre unas y otras fraternidades hubiera trasiego de ideas e imágenes. Por cierto que a estos se los llamaba «adamitas» por el culto a Adán, del que se suponía haber sido hermafrodita, antes de que su costilla diese lugar a la creación de Eva. Es claro que el Bosco no pudo ser ajeno al tufo de ese denso potaje de cifras y símbolos. Lo que complica su lectura, a la vez que la hace fascinante. Y llena de recovecos y sorpresas.

De ahí que enredarnos en el negocio (que no es otra cosa) de si el Bosco pintó solo la «mesa» o con otros «comensales», o si lo hicieron sus discípulos, imitadores o rivales, cuando el ocio al que se presta su disfrute da para tanto, nos parece retrotraernos al juego de la infancia en el que cambiábamos cromos: ¿cómo? ¿qué dices que no es del Bosco? pues no te lo presto.

Y en cuanto a la firma ¿hay algo más fácil de falsificar, y más si se hace en tiempo y lugar, que una firma? Lo dicho: la «mesa» es una joya. Tanto acostada para rodearla y sentirnos comensales suyos (y viciosos), como levantada para contemplarla y discurrir acerca de este y otros mundos. Dándole vueltas y más vueltas: que para esos sus mensajes rondan redondeles.

Compartir el artículo

stats