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Unas pinceladicas

Un lector se me ha quejado de que esta columna solo denuncia la incultura de Valencia, pero no la de otros sitios. Tiene razón, lo que pasa es que no conozco a nadie que ponga el grito en el cielo porque la cocina del vecino está hecha un asco: mientras las cucarachas no lleguen a la nuestra, allá se las componga ese cochino. Sin embargo, por una vez voy a romper mi voluntaria dedicación (que no vocación) localista y hablaré de un disparate cultural que se ha producido allende nuestras fronteras, aunque no lejos de ellas. ¿Recuerdan el caso del Ecce Homo bárbaramente pintarrajeado por una tal doña Cecilia en Borja, un pueblo de la provincia de Zaragoza? Ocurrió hace tres años y la imagen resultante, un remedo de Cristo con cara de tonto que la gente bautizó como Ecce Mono, no tardó en saltar a la primera plana de los medios de comunicación de todo el mundo. El párroco de la ermita de la Misericordia había dado permiso a la abuela para retocar la imagen y esta ni corta ni perezosa le hizo «unas pinceladicas».

Objetivamente lo que esta señora cometió es una gamberrada, por no decir un delito: los graffiteros han tenido que pagar grandes multas por bastante menos, pues se limitan a pintar tapias y cosas por el estilo; algunos -solo algunos- hasta llegan a producir verdaderas obras de arte. Si España fuese un país culto, la desdichada historia de esta espontánea borjana se habría silenciado rápidamente considerando que no hubo premeditación y que no deja de ser una pobre anciana. Pero no, contra toda lógica, doña Cecilia ha ascendido a los altares. Su ridículo personaje se convirtió en objeto de burla y de repente una verdadera marea de descerebrados (parece que abundan los japoneses) empezó a aparecer por Borja para fotografiarse junto al Ecce Mono mientras las marcas comerciales de la comarca lo incluían en sus etiquetas y la avidez de la industria del espectáculo lo capitalizaba convirtiéndolo en motivo de debates televisivos y hasta de una ópera (yanqui). Dame pan y llámame tonto debieron de pensar ciertos vecinos de la susodicha manazas, pues mientras ella cobraba derechos, la hostelería de la zona se forraba.

Hasta aquí, nada nuevo: Borja ha entrado en el mismo palmarés que Lepe y otras localidades que son motivo habitual de burla; le costará mucho quitarse el sambenito y es seguro que bastantes borjanos se avergonzarán de su lugar de nacimiento. Pero ahora viene lo más increíble: ya hay un centro de interpretación dedicado al Ecce Mono y se anuncia a bombo y platillo la inauguración€ ¡de un museo dedicado a Cecilia Giménez! O sea que las «autoridades» han tomado cartas en el asunto y, como se suele decir en la jerga periodística, «apuestan» por el turismo ceciliesco. Entre dichas autoridades se cuenta muy señaladamente el alcalde de Borja, quien dice sentirse orgulloso de todos los borjanos que han contribuido a este disparate y pide un aplauso para doña Cecilia cada vez que tiene ocasión. Sin embargo no es el único: otros políticos de mayor nivel institucional han hecho lo mismo, hasta el punto de que hace unos meses los porches del paseo de la Independencia, la principal arteria de Zaragoza, estaban decorados con carteles de la Diputación Provincial en los que lucía flamante doña Cecilia y su creación.

Lo que les estoy contando no tiene nada de anecdótico. Me temo que el fenómeno borjano puede hacerse extensivo al conjunto de España y que lo que aquí llamamos cultura es simplemente sinónimo de dinero blando por oposición al dinero negro de las innumerables actividades económicas en las que se eluden impuestos, al dinero criminal de la droga y al dinero nepotista de la corrupción. También está, claro, el dinero currao, el que se gana trabajando, pero este no mola. Todo por la pasta: la cultura española se basa en las tertulias televisivas, en los best sellers y en las ceciliadas. Remedando una pintada de mayo del sesenta y ocho: paren este país, que me apeo.

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