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El poema involuntario

Tengo muchas definiciones de poesía; muchas, de poeta. Ninguna resulta excluyente, creo, porque la poesía no se acaba en ninguna definición, como sucede con las grandes actividades de naturaleza artística. El que considera que posee la definición perfecta de un asunto suele ser un farsante, o un temerario, o un temerario farsante.

Entre mis definiciones preferidas de poeta ofrezco la siguiente: un señor con un cristal de aumento. Un tipo que pasea provisto de una lupa. Cuando mira a través de su utensilio laboral, percibe agrandadas las cosas, pero no porque no estén en su justa medida, en su tamaño verdadero, por así decir, en su realidad fiel, sino porque descubre que hasta ese momento, sin las palabras adecuadas que las nombran, las cosas no estaban siendo observadas con justicia.

Desde ese punto de vista, la poesía sería la sorpresa de que la mirada prosaica constituye un demérito de la realidad. Por el contrario, la mirada lírica -que es una mirada verbal, o, al menos, óptico-verbal- representa un acto equitativo, un procedimiento ecuánime con respecto al mundo en el que nuestros sentidos se desarrollan. La mirada del poeta devuelve los asuntos a su forma original, a su origen, a su aspecto necesario; porque el palabrismo del lenguaje cotidiano los enmascara con los afeites de su discurso.

De ahí que un poeta detecte el carácter poético de casi todo, cuando se aplica sobre algo el cristal de aumento de la poesía. La materia del poema es la materia al completo. El objeto del poema es elevar cualquier objeto a la condición de poema.

No se trata de que el poeta sea un individuo alucinado que vaga errabundo en un océano de asombros, sino de que la realidad resulta tan rica, tan opulenta, que es imposible no corroborar que todo exige su canto. Desde el momento en que un individuo comprende esa obviedad, el trabajo poético se convierte en una tarea de acatamiento sensorial.

Lo cierto es que el día está repleto de poemas involuntarios. Abro la carta de los restaurantes, y las enumeraciones de los alimentos -con su brizna de cursilería incluida- tiene algo de salmodia, de catálogo de las naves homéricas, varadas encima de la mesa. La lubina salvaje duerme en un lecho de espuma confitada. Tomo el sobre de la infusión, y el recuento de sus ingredientes me lleva de la mano a rutas de las especias, a las bodegas de los barcos que cruzan el mar cargados de tesoros: menta rizada, jengibre, piel de limón, raíz de regaliz (con su consonancia casi imposible), hojas de zarzamora, toronjil, flor de lavanda, flor de brezo, pétalos de rosa y piperita. Abro los prospectos de los medicamentos y entono la oración de la farmacopea, en una lengua que no entiendo, en un ancestral dialecto semítico. Lo rezo y me curo con su música abstrusa: Rivastigmina, dimethicone, butyrospermum. Amén. Así en la tierra como en el cielo.

Al final, lo difícil es no ser poeta.

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