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Españoles adoptivos

En el caso de no haberme visto obligado -por imposiciones biológicas del destino, en combinación con factores de naturaleza geográfica-, a ser español de nacimiento, creo que me habría gustado ser español adoptivo. Digo esto porque así es como veo yo -como excelentes españoles adoptivos- a los hispanistas. Unos españoles con algunas de las mejores ventajas de lo español, sin tener que sufrir algunos de los peores inconvenientes. Unos españoles nacidos en otro país, y entusiasmados con la lengua española, con nuestra cultura, con nuestro paisaje, con nuestras costumbres (al menos con las buenas). Españoles de vocación.

De entre todos los personajes que participan en la obra de la lengua y la literatura españolas, siento una devoción especial por los hispanistas. Aunque cada una de sus historias personales resulta diferente, estoy convencido de que todos ellos -provengan de donde provengan: de Italia, de Japón, de Portugal, de Inglaterra, de Rusia- comparten una razón última que los emparenta, que nos emparenta: el amor hacia una cultura. Un amor que los empujó a quedarse a vivir en una lengua para siempre, en unos libros determinados, en unos viajes de estudio y formación, en una manera de entender el mundo, porque en definitiva eso es lo que las lenguas consiguen: moldear, mediante las palabras, una forma de sentir el universo, de traducir la realidad.

En algún momento de su juventud, los hispanistas fueron inoculados con el veneno de España. Se cruzaron con algún profesor que ya era víctima de ese bendito mal, o tropezaron con algún poeta importante que los dejó tocados para siempre, o visitaron Granada, o Barcelona, o Madrid en un viaje de placer, y se quedaron con la boca abierta, que es como se queda la boca de cualquiera que conoce algo con ganas de conocerlo con la inteligencia y los sentidos.

El hispanismo constituye una afección sentimental que, como las grandes cogidas que padecen los toreros, interesa las arterias, las vísceras, e incluso el espíritu. Cada vez que he entablado amistad con algún hispanista, me ha enseñado a ver España como no solemos verla los españoles por lo común: en su hueso, en su hueso mejor, desnuda de buena parte de nuestros prejuicios, limpia de nuestro propio carácter, liberada de nuestro cainismo genético. Entiendo el hispanismo como un espejo en el que reflejarnos, un espejo afectivo y a la vez riguroso.

Me emociona conocer la aventura individual de cada uno de ellos, porque, en la mayor parte de los casos, detrás de su vocación española existe una historia de sacrificios, de entrega a cambio de nada (de nada que no sea la propia recompensa del trabajo gustoso), de renuncias biográficas, de esfuerzos físicos, intelectuales e incluso económicos. En algunos casos, el gobierno español condecora a alguno, pero la inmensa mayoría de los hispanistas envejece con el único honor de una biblioteca llena de libros españoles, una colección de fotografías de sus viajes por el país, y alguna lámina de Velázquez o Picasso colgada en el despacho de su casa o en el departamento de la Universidad.

Si yo fuera ministro de Cultura, les concedería la nacionalidad a todos sin dudarlo. La llevarían con más orgullo y motivos que buena parte de nosotros.

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