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Valencia, a ritmo de Jazz

Valencia fue -y sigue siendo, aunque en menor medida- una ciudad intensamente jazzística en las dos últimas décadas del siglo XX

Valencia, a ritmo de Jazz

A finales de la década de los setenta del pasado siglo abrió el primer club de jazz en la ciudad de Valencia. Era el Tres Tristes Tigres. Tuvo una andadura corta, apenas un par de años. A éste lo sucedió Perdido, el célebre local de la calle Sueca, que, él sí, disfrutó de unos años más de existencia, hasta quince (como club de jazz funcionó entre 1980 y 1995), en los que se programó a figuras de la escena internacional y a otras de un panorama local incipiente que daría de sí algunos frutos interesantes.

La exposición que puede verse estos días en la Fundación Bancaja da cuenta de aquellos primeros años de efervescencia en torno al jazz. Y lo hace tirando de archivo, rescatando papeles (cartas manuscritas de músicos como Lee Konitz o Lou Bennett; si el primero confirma su posible concierto en Perdido, el segundo le pedía a la empresa Studio S.A., que le facilitara un piano para Tete Montoliu), carteles (Miguel Calatayud) y, muy especialmente, fotografías.

Entre estas últimas destacan las que Esther Cidoncha hizo a comienzos de la década de los 90 a músicos que participaron en el ciclo Noches de Jazz que organizaba la misma Fundación Bancaja, otro hito en la vida cultural de esta ciudad de la época a la que nos referimos, y en el que participaron músicos como Fabio Miano, Brad Mehldau cuando vivía a caballo entre Barcelona y Nueva York, o el grandísimo Kenny Burrell; las que Pepe y Rafa Aparisi hicieron, de vuelta en Perdido, a unos jovencísimos Perico Sambeat o Jorge Pardo; o las que Jordi Vicent tiró -hay que verlas- de un Tete Montoliu en plena acción.

Valencia fue, efectivamente, una ciudad volcada en el jazz: Bill Evans, Art Blakey con sus Messengers, Dexter Gordon, incluso Chet Baker (otra instantánea de Jordi Vicent, magnífica, ilustra su concierto en el Teatro Principal en 1988) pasaron por la ciudad en aquel tiempo. Si uno no tenía la capacidad de asistir a un concierto comme il faut, siempre tenía la posibilidad de escuchar a Tino Gil en otro de esos escenarios entrañables, ya perdidos, de la ciudad: la Cervecería Madrid. O de pasar por Vuelo a Berlín, la tienda de discos de la calle Ribera, para hacerse con algunos discos del sello Blue Note. Ya en aquel entonces cabían todas estas posibilidades.

Lo mejor de todo es que sigue siéndolo -aunque tal vez en menor proporción-, y eso es algo que pasa desapercibido para el visitante de la muestra: después de Perdido, o casi al mismo tiempo, abrieron otros locales que, afortunadamente para nosotros, siguen programando conciertos de jazz; ahí están, por poner sólo un par de ejemplos, el minúsculo pero encantador Jimmy Glass de la calle Baja (el Carmen siempre fue un buen lugar para el jazz) o el Café Mercedes de Mario Rossy, sito como su antecesor, aquel Perdido que despierta en los aficionados viejas nostalgias, en la calle Sueca de un renovado barrio de Russafa. Queda, pues, sitio para el jazz en la ciudad, por fortuna.

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