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Feriantes

El artículo de opinión acerca de la Feria del Libro es como el de la llegada de la primavera, como el de la primera tormenta del año, como el del final del veraneo: obligaciones estilísticas y morales (valga la redundancia) del columnista.

Conviene escribir sobre los tópicos, sobre los acontecimientos trillados, sobre lo consabido. Enseña modestia y disciplina al escritor, y le obliga a intentar decir con voz propia su parte contratante.

Vuelve la Feria del Libro a la ciudad. Acaba de marcharse la del Libro Viejo. A lo mejor ya son la misma Feria: eso dicen algunos, los enterados y los enteradillos, los intensivistas de la cultura, que tienen monitorizado el pulso de las cosas. A lo mejor las ferias del libro son todas viejas, porque los lectores somos un asunto vintage, en términos estadísticos. La lectura, me temo, es una actividad de culto, al menos tal y como la entendemos los lectores pata negra; es decir, aquellos que no entendemos la vida sin leer, sin libros, aquellos que necesitamos, para que una experiencia sea una experiencia de verdad, que esté en relación con las páginas de una novela, con un capítulo de cierto en ensayo, con la estrofa mayestática de un poema favorito. Leer constituye una manera de militar en el mundo.

Aunque la lectura y las ferias del libro sean un asunto de pocos -incluso en el caso de que sean de los pocos muchos-, creo que estamos en la obligación de defenderlas, de promocionarlas, de actuar como si consistieran en uno de los acontecimientos más importantes del presente. Seremos pocos, sí, pero somos los pocos felices. Porque a la hora de la verdad se trata de eso: de proporcionar a los individuos una coartada para ser más felices, para vivir de forma más intensa, para que los actos biográficos particulares adquieran la condición mitológica que sólo proporcionan las precisiones verbales que nos regalan los libros.

Nunca me han terminado de convencer los argumentos pedagógicos a favor de la lectura. Están bien, no lo dudo, pero no me resultan eficaces del todo. Antes que el «Docere», prefiero el «Delectare». Leemos para pasarlo en grande (incluso pasándolo mal), leemos para reír y llorar si es preciso, leemos para matar el tiempo que nos mata, leemos para sentirnos en plenitud de nuestra inteligencia. Pobres de quienes se lo pierden: los perdonamos, porque no saben lo que dejan de hacer.

Los escritores vamos a la Feria -cuando vamos a firmar, a leer, a charlar con colegas-, para que el verbo se haga carne entre los curiosos. Pero carne mortal, sin trascendencia excesiva. A la gente le gusta tocar el género, verlo fresco sobre el mostrador, poder clavarle la uña para ver si está jugoso o mojama. El lector nunca se fía del todo acerca de si el autor del libro está vivo o muerto. La literatura es una actividad que suelen practicar los difuntos, de manera que hay que dar pruebas de vida. Los feriantes -lectores y escritores- vamos por eso a la Feria: para demostrar que seguimos vivos.

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