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Fábulas­ de libro

Fábulas­ de libro

Algunos me llaman Fábulas a secas, pero mi título completo es Fábulas en verso castellano para el uso del Real Seminario Bascongado (sic).

Me escribió Félix María Samaniego, a quien nunca vi.

Al principio todo era oscuridad. No tenía conciencia de cuándo ni de dónde fui impreso, ni de quién me había cosido y encuadernado. A decir verdad, ni siquiera tenía conciencia de ser un libro. Gozaba, sin saberlo, de la calma secreta de los anaqueles, sólo perturbada por roces ocasionales, presiones íntimas, breves desplazamientos.

Una luz me inundó, bañó unas páginas y luego otras. Aquellos primeros deslumbramientos duraron poco. Cuando la oscuridad se hizo de nuevo, mi actitud había cambiado. Me había vuelto más atento, más vigilante, más propicio.

Un día, alguien decidió adquirirme y me envolvieron. Tras un largo traslado en un carruaje, me encontré en una habitación desconocida, ante la atenta mirada de un anciano de facciones menudas, que llevaba peluca blanca, casaca carmesí, chorrera y puños de encaje.

Era de noche, y una vela próxima derramaba su luz sobre nosotros. El anciano se puso unos anteojos, me recostó contra su pecho y empezó a leerme desde el principio. Lo hacía muy despacio y moviendo los labios, como si saboreara las palabras.

Leyó el prólogo y algunas fabulas. Ignoro cuántas, porque aún no me había hecho una idea precisa de mi contenido. De hecho, dudo que un libro pueda saber gran cosa de sí mismo, hasta que es leído de cabo a rabo cuatro o cinco veces.

El anciano abrió la boca desmesuradamente, como si fuese a devorarme, y me enseñó todos sus dientes. Al tercer bostezo, y viendo que se le cerraban los ojos, se levantó del sillón, deslizó entre mis páginas una tira de piel como señal y me dejó acostado sobre un velador, circunstancia que me desazonó un poco, por cuanto siempre he preferido descansar de pie.

Al día siguiente volvió a leerme, desde el lugar donde se había interrumpido. A ratos emitía unos jadeos extraños que, ahora lo sé, es lo que llaman risa. Eso le ocurrió, creo, al leer La zorra y el busto y Los dos amigos y el oso.

En otras ocasiones se quedaba serio, como si la lectura de mis versos le hiciera meditar. Eso le sucedió, o al menos así lo recuerdo, con El león enamorado y Las ranas pidiendo rey. Supongo que la historia del león que pierde la vida por amor y la de las ranas que se burlan de un rey de palo y son castigadas por ello debieron hacerle reflexionar humildemente, no sobre la condición de los leones o la de las ranas, sino sobre la de los hombres.

Esto es algo que me ha costado aprender. Parece como si yo tratara de los animales y sus costumbres, pero en realidad mi tema son los hábitos humanos, sus debilidades, sus vicios.

Una noche empezó a leer una fábula titulada El Viejo y la Muerte. No sé si la conocen. En ella, un anciano que lleva un montón de leña cae a tierra y, al ver que no puede levantarse, llama repetidamente a la muerte. Llega esta en forma de esqueleto, con su guadaña, dispuesta a acabar con él. Y el anciano, horrorizado al tenerla tan cerca, balbucea que solo quería ayuda para ponerse en pie y volver a cargar la leña sobre sus hombros.

No se dice más, y queda la duda de si la muerte le concede un plazo más largo o siega su vida allí mismo.

De pronto, mi primer lector tuvo un estremecimiento y jadeó dos o tres veces. Pensé que había vuelto a acometerle la risa, pero se quedó inmóvil. Permaneció así mucho tiempo con los ojos cerrados, la boca abierta y las manos entrelazadas sobre mí. Estaba muerto, como quizá lo estaba el anciano de la fábula. Siempre he pensado que fue una coincidencia asombrosa.

En algún momento debió intervenir otra persona, porque sentí que me cerraban de golpe, con una violencia que me dejó temblando. Apenas pude ver cómo se llevaban al anciano.

Me guardaron en una librería acristalada, que estaba en la misma habitación, junto a otros libros de aspecto antiguo y acartonado, que olían a rancio.

Creo firmemente, en la medida en que un libro puede opinar por sí mismo, y no solo a través de su autor, que los seres humanos deberían tener más miramientos con nosotros. A fin de cuentas, ¿qué sería de los humanos sin los libros? Les proporcionamos diversión, entretenimiento, educación, conocimientos prácticos. Damos emoción y sentido a sus vidas. Les enseñamos a pensar, a tener fe, a amar al prójimo.

¿Y cómo nos corresponden? Encerrándonos con llave en un armario y abandonándonos a nuestra suerte, con otros libros a los que no conocemos. Eso, cuando no nos arrojan directamente a la hoguera, como ha ocurrido tantas veces.

En aquella librería, tras aquellos cristales, languidecí y lamenté mi suerte. Añoraba al anciano de los anteojos, que había disfrutado con mi lectura y acariciado mis páginas, y echaba de menos su compañía y su tacto. Sentía el deseo irreprimible de ser leído, y me mantenía con la ilusión de que algún día repetiría la experiencia.

Por fortuna, no tuve que esperar mucho. Un hombre grueso, de largas patillas, abrió la librería de par en par y nos examinó de uno en uno. A continuación, anotó nuestros títulos en un cuaderno y nos depositó en unas cajas de madera. Yo tuve la desdicha de ir a parar al fondo de una de ellas, y quedé sepultado bajo el peso de mis compañeros. Aún me duele el lomo, solo de recordarlo.

Un libro de fábulas no puede permitirse ser aburrido. Así que abreviaré el relato. Estuve en una librería donde se vendían libros nuevos y de segunda mano, además de estampas y perfumes. Un hombre jovial, de ojos chispeantes, me compró y salió conmigo bajo el brazo. Vi la variedad del mundo, que no conocía: gente que hablaba entre sí o iba de un lado a otro, tiendas abiertas, edificios, carruajes tirados por caballos.

Estuve en una casa donde había un niño, que se aprendía mis fábulas de memoria. Durante algún tiempo disfruté del favor y de la admiración de una familia. Pero nada es eterno, sobre todo entre los humanos, que son mucho más volubles que nosotros los libros. Al final pasé de moda, como una vieja canción, y acabé acumulando polvo en lo alto de una alacena.

Por la razón que fuese, la familia acabó mudándose, y yo fui a parar a un puesto callejero. Me adquirió un pintor, que me leyó a fondo e hizo en una de mis primeras páginas el dibujo de: un mono dibujando un borrico.

Varias veces fui regalado y vendido, y otras tantas heredado. Estuve en París, en Burdeos. Yendo de un lector a otro y de una biblioteca a la siguiente mejoré mis facultades de percepción, y asumí detalles de mi existencia que ignoraba.

Supe, por ejemplo, que había sido impreso en 1781 en Valencia, en los talleres de Benito Montfort. Y adquirí conciencia de cada uno de mis atributos, desde las letras y los filetes del lomo hasta los jaspeados de las guardas, desde mis cantoneras deterioradas por el uso a las huellas que me dejaron los lepismas, desde el mono y el borrico que me dibujó el pintor sordo hasta mi última fábula y el índice, que me sirve de colofón.

Un médico, alavés como mi autor, me adquirió hacia 1929 en una librería de la rue Saint Denis y me llevó a Vitoria. Me heredaron su hijo y luego su nieto, un escritor casi desconocido que se hace pasar por descendiente de Félix María de Samaniego, y que de pequeño mordisqueó mi cubierta de piel con sus primeros dientes.

En casa de este escritor me encuentro ahora, en el ángulo superior izquierdo de una estantería consagrada a las fábulas y los cuentos populares españoles y junto a una reciente edición facsímil de mí mismo, encuadernada en una tela chillona de color calabaza.

¡Cómo envidio a ese hermanastro jovencísimo, que últimamente ha sido más frecuentado que yo! Me consuela saber que, tarde o temprano, alguien reparará en mí y volverá a abrirme. Hace mucho, ¡ay!, que no vislumbro un rostro, y añoro las miradas que antaño recorrieron mis páginas.

Mientras aguardo ese momento, voy componiendo mi propia fábula:

A un libro de buen papel

mil lectores acudieron,

que muy felices vivieron

y disfrutaron con él.

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