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Fábula de la mística y el progreso

La razón crítica nos ha hecho agnósticos pero algunos autores, como Salvador Pániker, creen posible la conciliación de la ciencia con una mística personal en un mundo ciertamente complejo aunque trufado de ideas de baratija.

Fábula de la mística y el progreso

Ser ateo es vulgar, chato y simplón. Resulta sencillo serlo y de hecho puede ser muy higiénico, la ética basada en el ateísmo suele ser más honesta que la religiosa. Pero aunque el ateísmo resuelva el problema del mal, no profundiza lo suficiente en el misterio del bien. Lo que le pasa al ateísmo es que se entiende demasiado bien y esto hace que el ateo es alguien que no se asombre lo suficiente y no se logre otorgar a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido (Novalis). Cuando se es únicamente ateo, solo queda la política, y eso es bastante triste. De ahí la pertinencia del agnosticismo. Todo esto nos dice Salvador Pániker, del que ahora se reeditan sus Asimetrías (Kairós, 2016), una síntesis de su legado filosófico cuya primera edición apareció hace unos años y de la que se ha extirpado todo lo accesorio y coyuntural.

Pániker, ingeniero, empresario y humanista, cree en la ciencia, en el yoga de la objetividad, en la utilidad del conocimiento distante y frío. Pero no por ello renuncia al hondo misterio que plantea la vida (es amante reconocido de la mística y la música), de ahí que abogue por un posicionamiento híbrido, que él denomina retroprogresivo. Un concepto que representaría la tensión entre lo innovador y lo tradicional, entre el conocimiento científico (de parcelación y alejamiento del origen) y el impulso por recuperar dicho origen. Un modo de «superar conservando», inspirado en la Aufhebung hegeliana. Y que se justifica, de un modo más o menso consciente, en una premisa platónica: no conoceríamos nada si en el fondo no lo conociéramos ya todo.

La retroprogresión tarta de compensar el impulso alienante del progreso, pero sin renunciar a sus logros: «allí donde el avance no es retroprogresivo los costes del progreso exceden sus ventajas». Para Pániker hace falta una recuperación crítica del origen sin que ello suponga dar la espalda a la ciencia. «La retroprogresión significa conciliar la sabiduría mística con la aventura de la ciencia y de la técnica». Para este reseñista esto no resulta posible, al menos desde el paradigma cientifista que domina en la actualidad. El progreso ha tenido un coste y ya no es posible nadar y guardar la ropa. Cuando trabajaba en la Universidad de Michigan escuchaba con frecuencia algo parecido, en este caso con relación al budismo: que la concepción budista de la mente coincidía con la de la neurociencia contemporánea. Nada más alejado de la realidad. Se trata de planteamientos radicalmente diferentes. Uno es un yoga de la participación, mentalmente activo, y otro es un yoga de la objetividad, mentalmente pasivo. No así para Pániker, para quien lo retroprogresivo permite compaginar el cerebro analítico/lógico con el cerebro arcaico/holista.

No obstante, el diagnóstico es certero: uno de los problemas más acuciantes de hoy es el de la frigidez mística, la incapacidad de experimentar sin que se interponga algún tipo de símbolo. Nuestra civilización sigue pensando que el principio fue el verbo, a pesar de que el mundo sea mucho más que palabras, mucho más que lo simbólico. De hecho, la conciencia, lo que Bergson llamaba duración y Pániker llama lucidez mística, es esa independencia de lo simbólico. La consecuencia de todo ello es más que evidente: «podemos construir sofisticados discursos sobre el arte de vivir, pero somos incapaces de vivir».

La cuestión de fondo es cómo experimentar lo trascendente en una sociedad laica y tecnológica, cómo «tenerse en pie» en la era de la complejidad y la incertidumbre. ¿Es posible reconciliarse con el origen y vivir sin miedo? ¿Es posible tener una vida íntima además de una vida privada? Para empezar, uno debería asumir sin reticencias el mestizaje cultural y el hibridismo: «Se puede ser a un tiempo anarquista, petimetre y budista. Homosexual y cristiano. Ateo y místico. Melómano y nazi.» Pero el hibridismo tiene un lado oscuro, la indigencia y la dispersión y, en el capitalismo desarrollado, el culto al capricho. Pániker se abandona con gusto al gozo de tomar de aquí y de allá, con agilidad y despreocupación, y advierte que los fundamentalismos contemporáneos son ingenuos intentos de atajar la ingenuidad generada por el pluralismo.

La sociedad moderna ya ha cumplido su duelo por la muerte de Dios («Darwin lo mató, Nietzsche sólo publicó su esquela») y la laicidad ha creado un espacio de tolerancia activa y un saludable relativismo. La idea fundamental de Pániker es que sólo desde una sociedad plenamente secularizada puede brotar, espontáneamente, la trascendencia o, como él mismo apunta, lo «místico». Algo que no resulta tan claro: que un estado vaticano o islámico no sea neutral no significa que uno laico lo sea, y tampoco lo es que en el espacio laico los ídolos tiendan a esfumarse, es más, con frecuencia se multiplican, aunque sean en general mucho más frágiles. «Al fin y al cabo, cada generación pone a punto su idea de lo divino» y esta es la que toca en el mundo de hoy: «un agnosticismo abierto al misterio pero incapaz de comulgar con ruedas de molino». La sensibilidad religiosa, amenazada por la proliferación de sincretismos de baratija, permite cierto anarquismo religioso o, para decirlo en términos de consumo, una «religión a la carta».

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Fundamentalmente porque la razón crítica nos ha hecho agnósticos, pero para el retroprogresivo no está todo perdido. La razón crítica llevada a su límite se abre a lo místico. Para ello resulta indispensable descartar el teísmo tradicional o al menos asumir un «dios débil», un dios que hace lo que puede. Después de Auschwitz y la teoría de la evolución, la idea de un dios todopoderoso resulta demasiado ingenua e infantil. Desde esta perspectiva, como decía William James, dios es antes un colaborador que un juez. De hecho, la imagen misma del crucificado ilustra esta idea y quizá sea «la intuición más atractiva del cristianismo». Un dios incapaz de sufrir sería incapaz de amar. Whitehead también ayuda aquí, dios como compañero de fatigas, como fellow sufferer: «dios sufre al participar de la vida del mundo». La perfección es un mito del que conviene desprenderse y un dios débil es más real que uno omnipotente. Además, hace posible una libertad creadora, y Pániker aquí sigue de nuevo a James: «la libertad, incluso para una entidad infinita, es siempre finita». Cuando todo está perfectamente programado y acabado, no queda margen para la libertad. La incompletitud hace posible la creatividad.

Todo esto está muy bien, lo que resulta más difícil de asumir es esa condescendencia que el autor muestra con «la» ciencia. Cualquier historiador de la ciencia sabe en primer lugar que la ciencia no es una y monolítica, ni existe un «método científico» único y perfectamente acordado por todas las disciplinas. La ciencia, pese a lo que se diga en los currículos, es lo menos interdisciplinario que existe y puede decirse sin temor a exagerar que hay tantas racionalidades como ciencias. Me gusta la idea de que la ciencia es un mito más, pero tampoco es el caso que sea la que proporciona los mejores mitos, al margen de los agujeros de gusano y las galaxias caníbales, en general son terriblemente aburridos. Sea como fuere, resulta muy saludable reconocer, como hace Pániker, que la realidad excede aquello que es capaz de registrar la ciencia y que hemos de buscar otras antenas para captar las longitudes de onda que ésta no detecta. Como se dijo antes, lo real excede lo simbólico. Y ello es suficiente para revelarse ante el despropósito de un universo sin nadie que lo contemple, de un universo sin cómplices, conciencia o amor. «Es difícil pensar que el fantástico y colosal espectáculo de la evolución cósmica transcurra, como una pieza del teatro del absurdo, ante un auditorio vacío».

En las últimas páginas de volumen, Pániker reflexiona sobre el ego: muralla fundacional e ilusión creada por el lenguaje. Reconoce la importancia del ego biológico pero no por ello renuncia al ego trascendental. Trascendido el ego se trasciende el gran incordio de la muerte. Pániker, como Spinoza, siente de algún modo la eternidad que hay en las cosas, barrunta que no está solo. Y entre algunas de las recetas para mantenerse en pie, en la zozobra de la vida, recomienda rezar. ¿Es posible rezar desde el agnosticismo? Él cree que sí. El saludable ejercicio de la oración lo han echado a perder los profesionales de la religión. Orar es desahogarse y, sobre todo, escuchar. Y aunque hubiera una supuesta divinidad, lo cortés sería no pedirle nada: «No es uno el que tiene que hablar -todo está dicho ya-; lo procedente es que hable él». Einstein escuchó y gracias a ello proclamó la teoría de la relatividad, esa fue su oración, y en esa salmodia nos movemos hoy.

Además, no todo es negativo en el ego. El camino hacia la liberación presupone un ego fuerte, confianza en uno mismo y en las convicciones: «quien quiera trascender el ego partiendo de un ego débil o enfermizo sólo conseguirá incrementar sus neurosis o sus delirios». Y más aún: «sólo las personas con ego débil son egoístas. Su inseguridad, su falta de autoestima y su déficit de identidad les lleva a pensar sólo en sí mismas». Se trata, en definitiva, de sentir el ego sin identificarse con él. ¿No es acaso el proyecto de liberarse del ego una producción del ego? De experimentar los propios miedos como cuando se ve una película, como miedos resultantes de involucrarse demasiado en la trama. Una visión muy hindú. La vida como participación en el juego del universo, en el juego de una divinidad lúdica, que juega al escondite consigo misma (a través nuestra). Una broma seria, esa que vio Jaime Gil de Biedma.

El libro se encuentra trufado de máximas de la sabiduría oriental, como aquella de Nagarjuna según la cual a la sabiduría no se llega conceptualmente (incluso se podría decir más, a la sabiduría no se llega mediante el símbolo, ya sea icónico o lógico), y se nos recuerda que la meditación es la atención plena al presente, una atención desprendida, desapegada, que permite liberarse del insidioso miedo que no deja vivir. Una y otra vez reaparece el tema de la confianza. La confianza es salud mental y la vida, «que a menudo no tiene nada de bella», no sería posible sin ella. Ella es la que permite que uno se sienta a gusto en la realidad. Todo esto suena a Berkeley: tanto el ego como la identidad dependen de la memoria, ésta no sería posible sin la percepción. Atender a las cosas puede templar el ego y eso es lo que recomiendan los manuales de meditación budista. No se trata de lograr la quietud mental, sino de ver los propios pensamientos como si fueran de otro, y dejarlos correr. Observar plácidamente el fluir de todo aquello que pasa por la mente. En términos literarios, algo parecido a lo que hizo Joyce en Ulises (durante la vigilia) y en Finnegans Wake (durante el sueño).

En los sistemas complejos, y el hombre lo es, el todo es más que la suma de sus partes, de modo que, según esta concepción holística, el comportamiento resulta impredecible o sujeto a un tipo de causalidad que va de arriba hacia abajo (top-down causation), lo que obligaría a replantear algunos axiomas del neodarwinismo. Es cierto, como señala Pániker, que el hilo filosófico con la trascendencia no está del todo roto, que seguimos necesitando de la oscuridad y el mito, que es más necesario que nunca una cierta kenosis. Pero quizá para recuperar esa sensibilidad mística perdida no baste lo retroprogresivo, ni que cada cual encuentre su propia música, ni conservar a un tiempo lo místico y lo tecnológico. Quizá sea necesario renunciar a cierto reduccionismo científico, descartar que la mente sea materia y desaprender ciertos mitos de la modernidad.

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