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Entre Cervantes y Nabokov

Entre Cervantes y Nabokov

En 1940, antes de emprender su carrera docente en Norteamérica, Vladímir Nabokov, lepidopterólogo de creciente reputación y escritor aún oscuro, redactó, con la misma paciencia que desplegaba a la hora de capturar mariposas, un centenar de conferencias sobre literatura rusa, y otras tantas sobre novelistas europeos eminentes, desde Jane Austen a James Joyce.

Eso le bastó para enseñar durante largos años en las universidades de Wellesley y Cornell. Aunque, como él mismo contó, había ideado un movimiento sutil de ojos de arriba abajo a lo largo del atril, los estudiantes más sagaces advertían sin esfuerzo que no estaba improvisando, sino leyendo sus apuntes sobre la influencia de los censores en la literatura rusa o sobre La metamorfosis de Kafka.

­„¡Acariciad los detalles, los divinos detalles! -clamaba Nabokov, haciendo vibrar la r, y su voz era como la áspera caricia de la lengua de un gato.

Por eso describía con precisión de entomólogo el peinado de Emma Bovary -esas dos crenchas de su negro pelo, ese moño abundante, con un movimiento ondulado hacia las sienes-, la disposición del vagón en el que Ana Karénina y Vronski se encuentran por vez primera o la forma del escarabajo en el que Gregor Samsa acaba de convertirse cuando empezamos a leer el libro.

Insistía en los cambios que las traducciones introducen de modo inevitable en los textos originales, pedía a los alumnos que no ocultasen su ignorancia bajo la hojarasca de la elocuencia, y siempre que tenía ocasión, proclamaba un altivo dogma literario: «El estilo y la estructura son la esencia de un libro. Las grandes ideas son estupideces».

Su rutina académica se vio alterada cuando, a principios de los años cincuenta, solicitó un período de excedencia para aceptar el nombramiento de profesor visitante en Harvard. Al observar que Cervantes no figuraba entre los autores que explicaba, se le pidió que ampliara el elenco para incluir al autor del Quijote.

Nabokov asintió con cierta reluctancia. En su privilegiada infancia había leído dos veces la historia del Caballero de la Triste Figura. Una, en la imaginativa versión en inglés del escocés Smollet, que al parecer no sabía español. Otra, en la primera traducción del Quijote al ruso, que el poeta N. Osipov había vertido caprichosamente del francés.

Ambas versiones, muy diferentes entre sí, le habían impresionado, más por su escasa coherencia que por otra causa. La abundancia de historias intercaladas en el texto le había hecho pensar que se trataba, no de una novela, sino más bien de una colección de relatos, como Los cuentos de Canterbury, las Mil y Una Noches o el también nocturno Decamerón.

Ahora, obligado a explicar el libro y enfrentado a la opinión general, que tendía a considerarlo como una obra divertida sobre el contraste entre la apariencia y la realidad, se dispuso a releerlo.

Eligió la traducción del Quijote de Samuel Putnam, publicada en 1949, y a medida que iba avanzando, hizo un resumen extenso, capítulo por capítulo. Como su método didáctico recurría con frecuencia a la cita del autor estudiado, ese resumen barajaba las partes abreviadas, las citas y sus comentarios.

A esa sección, que llamó «Narración y Comentario», añadió otra titulada «Victorias y Derrotas», en la que cada capítulo del libro era definido como victoria o derrota en relación con la suerte de Don Quijote y Sancho.

¿Era una victoria o una derrota, por ejemplo, el capítulo 9 de la primera parte, en el que el valiente manchego consigue apear de su montura al gallardo vizcaíno, pero a costa de perder media oreja?

El curso sobre el Quijote que impartió Nabokov duró un semestre y tuvo lugar en el Memorial Hall, un anfiteatro de la universidad construido en un falso gótico de inspiración victoriana. Bajo aquella techumbre de desaforada arquitectura quijotesca, seiscientos estudiantes asistían, interesados y divertidos, a las clases de aquel lector irónico y feroz, perseguidor de falsos pensadores y de poetas pomposos.

„Vamos a hacer todo lo posible -empezó, entre los balbuceos acostumbrados, que poco a poco, a lo largo del discurso, se irían disipando-, por no caer en el fatídico error de buscar en las novelas la llamada «vida real». No intentemos conciliar la ficción de los hechos con los hechos de la ficción. El Quijote es un cuento de hadas, como lo es la novela de Dickens Casa desolada, como Almas muertas, Madame Bovary y Ana Karénina son cuentos de hadas excelsos. Pero sin estos cuentos de hadas el mundo no sería real. Una obra maestra de ficción es un mundo original, y como tal no es probable que coincida con el mundo del lector. Por otra parte, ¿qué es la cacareada «vida real», qué son los «hechos ciertos»?

Alzó la mirada hacia la delirante techumbre, y proclamó que la palabra realidad no tenía sentido sino iba entre comillas. Luego siguió hablando sobre el bamboleante telón de fondo del Quijote, que se le antojaba tan poco representativo y típico de la España del siglo xix como Santa Claus lo era del Polo Norte en el siglo xx. Enumeró los errores topográficos y geográficos del Quijote, que son muchos.

Y citó en su apoyo a Clemencín, cervantista murciano que pese a su fervor se asombraba de las rudas imperfecciones de la obra: «Cervantes escribió su fábula con una negligencia y un desaliño que parecen inexplicables. La escribió dejando correr la vena de su ingenio, sin seguir regla ni imponerse sujeción alguna, y con una repugnancia invencible a revisar lo escrito».

Continuó perorando en clases, semanas y meses sucesivos, sobre los retratos literarios de Don Quijote y Sancho; sobre el amor cortés de origen medieval, del que la pasión sublimada de Don Quijote por Dulcinea del Toboso era un vestigio; sobre lo que a él se le antojaba la extremada crueldad del autor, que parecía dar por hecho que ciertas cosas son graciosas en sí: los asnos, los glotones, los animales martirizados, las burlas, las palizas, las narices ensangrentadas.

Les habló de los molinos de viento, claro. Insistió en que conocieran su forma y su uso, los dibujó en una enorme pizarra y les instruyó sobre los nombres de sus partes. También les explicó por qué un hidalgo rural podía confundirlos con gigantes. Eran una novedad en la España del siglo xvii, uno de los países de Europa al que más tiempo tardaban en llegar las innovaciones.

Cada día, cuando terminaba la clase, Nabokov se dirigía al Museo de Zoología Comparada de la universidad, que se hallaba a pocos minutos del Memorial Hall, donde era conservador en la sección de entomología, y pasaba el resto del día diseccionando los genitales de ciertas mariposas pequeñas y azules.

Esos estudios requerían al menos unas seis horas diarias de observación al microscopio, lo que deterioró su vista para siempre. Sin embargo, cuando años después evocaba su estancia en Harvard, la recordaba como uno de los períodos más deliciosos y emocionantes de su vida de adulto.

El balance final del libro fue favorable, pero con reservas:

„Se ha dicho del Quijote que es la mejor novela de todos los tiempos. Esto es una tontería, por supuesto. Ni siquiera es una de las mejores novelas del mundo. Pero su protagonista, cuyo personaje es una invención genial de Cervantes, se cierne de tal modo sobre el horizonte de la literatura, coloso flaco sobre un jamelgo enteco, que el libro vive y vivirá siempre gracias a la auténtica vitalidad que su autor ha insuflado en el personaje central de una historia muy deshilvanada y chapucera, que solo se tiene en pie gracias a la maravillosa intuición artística de Cervantes.

Los estudiantes que asistieron a esas clases estaban hondamente fascinados por la osadía de un profesor que se atrevía a tratar con tanta severidad a los grandes clásicos.

En cuanto al propio Nabokov, es obvio que la progresión de sus temas ya estaba firmemente asentada, pero algo de sus digresiones sobre Dulcinea y el amor cortés, su metamórfica historia y su curiosa supervivencia tantos siglos después debió ayudarle a pergeñar Lolita, novela que empezó a escribir pocos años más tarde y que le proporcionó la fama y el dinero necesarios para abandonar la enseñanza y volver a Europa.

La historia tiene una extraña coda. Cierta tarde, cuando se dirigía al Museo de Zoología comparada, Nabokov vio, en una mata de madreselva, una espléndida mariposa de color amarillo pálido con manchas negras y almenados azules. Todas las mariposas macaón, y aquella lo era, lucen un ocelo cinabrio en cada ala. Pero aquella tenía un ocelo cinabrio y otro blanco.

Se acordó de la primera macaón que había atrapado de niño, allá en Rusia, y que se le había escapado por creer que la naftalina casera bastaría para matarla. Era un ejemplar idéntico al que estaba viendo ahora en la madreselva, con un ocelo cinabrio y otro blanco.

¿Sería posible que entre las macaón se hubiera producido una mutación, dando lugar a mariposas de ese tipo? Más raro, desde luego, sería que se tratara del mismo ejemplar, vuelto a encontrar, al otro lado del mundo y tras atravesar el estrecho de Bering, casi cuarenta años después. Urgía bautizarlo, para asegurarse la primacía.

„¡Papilio machaon quixote! -exclamó para sí, porque fue lo primero que se le ocurrió.

Pero, antes de que pudiera siquiera pensar en capturarla, la mariposa se alzó, temblorosa, y se convirtió en un punto dorado que se abatía, fintaba y planeaba hacia el norte, rumbo al río Mystic.

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