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De profesión, nominador

Me habría gustado ser nominador profesional, y tener una empresa para ir por el mundo diciendo cómo deben llamarse las cosas recién nacidas. A esa actividad, los profesionales de poner nombres a las cosas que todavía no existen del todo, la llaman naming. Me imagino que porque los profesionales de la nominación no están a resguardo de las majaderías de la modernidad, y piensan que lo que no se nombra en inglés pierde consistencia física y metafísica. (Se empieza por acostumbrarse uno al «consulting», al «coaching», al «personal shoping», y me temo que se acaba agilipollado de manera indefectible.).

Me habría gustado que me llamasen los amigos, los conocidos y me dijesen: Marzal, necesito un nombre para el cachorro de pastor escocés que le acabo de comprar a mi hija. Y entonces, después de haberme ido a pasear un rato por la playa y a pedir a la naturaleza inspiración, habría llamado a mi cliente y le hubiera dado a escoger entre tres o cuatro posibilidades. Por ejemplo: Tulga, para recordar a los olvidados reyes godos de nuestra antigua enseñanza. O Fulcro, que tiene reminiscencias mecánicas. O qué sé yo: Verso, Kontiqui, Ramadán (que es un nombre muy sonoro, como el del famoso perro Rintintín).

Poner el nombre de las cosas -el nombre exacto de las cosas, dictado por la inteligencia, o, mejor aún, por la intelijencia, para seguir las enseñanzas del maestro Juan Ramón­- es una tarea fundacional, bautismal, sacramental. Hasta que las cosas no tienen nombre no existen como es debido. Lo que existe por el planeta, pero no sabemos cómo se llama, puede que tenga existencia, pero se parece mucho al hecho de no existir. ¿A quién le importa todo eso que no hemos visto ni veremos nunca, y de cuya realidad no tendremos jamás pruebas? Cuando lo veamos, ya empezará a ser, y será porque le pondremos nombre.

La literatura no es ni más ni menos que eso: poner nombre, aunque sea dando rodeos, a todo aquello que nace en nuestra experiencia reflexiva, a partir de nuestras experiencias biográficas. Pongamos por caso: alguien conoce a una mujer y descubre que es la más hermosa del mundo, y no comprende cómo le ha correspondido a él ese privilegio, y decide contar en un poema su exaltación atroz. El enamorado está poniendo nombre a un hecho recién nacido en él. Él no lo sabe, pero está haciendo naming: o literaturing, para que me entiendan todos.

Me gustaría haber tenido una vida empleada en poner nombre a los barcos, y a los asteroides errantes, y a los partidos políticos acabados de fundar, y a los nuevos materiales electrostáticos, y a los lepidópteros aparecidos por vez primera en el Amazonas. Habría sido un trabajador nominalista concienzudo y feliz. Marzal, ponle nombre a mi hijo. Marzal, ponle otro nombre a mi dolencia, que orquitis no resulta lo bastante categórico para cómo me duelen los huevos. Marzal, nomina mi apartamento de treinta metros cuadrados, como si fuese una villa de veraneo en la plácida España de finales del siglo xix. Y yo, sin prisa pero sin pausa, habría puesto nombre a todas las cosas.

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