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Escribiendo en Tánger

Uno de los grandes reporteros españoles de las últimas décadas, Javier Valenzuela, ex director adjunto de El País y vinculado a Valencia en sus inicios periodísticos, se ha instalado en el escenario de su primera novela, Tánger, para escribir su nuevo libro. Desde la ciudad marroquí rememora el denso pasado literario de la misma.

Escribiendo en Tánger

Nunca consigo escribir en silencio. Ahora son los gorriones que viven en el palacete los que se plantan en las sillas que rodean el escritorio y se ponen a piar como solicitándome algo. Aún no he logrado saber qué es lo que quieren; varias veces les he puesto migas de pan o tacitas con un poco de agua, pero no han hecho ni puñetero caso. Quizá tan solo deseen señalizar su presencia, quizá me estén proponiendo establecer algún tipo de conversación.

De vez en cuando, levanto la cabeza del portátil y les digo algo a los gorriones. Sí, yo también estoy contento de vivir un día más; sí, hoy volvemos a tener uno de esos días luminosos y fragantes de la primavera tangerina; sí, el mundo puede ser hermoso si tienes salud, libertad, un techo para refugiarte y lo suficiente para comer.

Los muros del palacete son muy altos y muy gruesos, así que a mi escritorio no llega la algarabía de la Medina. Sé que afuera, en la mugrienta callejuela que va del Zoco Chico a las escaleras del puerto, bulle la agitación de los vendedores de tabaco, kif y hachís, los pasteleros que preparan los dulces de chubakía para el inminente Ramadán, los africanos que se han quedado embalsados en su viaje hacia Europa, el tipo que fríe un pescado barato en un aceite maloliente, los clientes que pasan horas viendo partidos de fútbol en diferido en el televisor extraplano del Café Americain€ Pero no los oigo.

Al que sí oigo es al almuédano de la mezquita contigua, la más vieja e importante de la Medina. Empieza a rugir poco antes del almuerzo, repite tres veces a lo largo de la tarde y comienzos de la noche, y remata la faena hacia las cinco de la madrugada. Recuerdo que en mis primeros años viviendo en países musulmanes me gustaba la llamada a la oración de los almuédanos, la asociaba con el cante jondo; ahora, lo confieso, me irrita. No es solo que me esté haciendo viejo, es que ahora, en lugar de un almuédano cantando a pelo, ponen grabaciones y las amplifican con altavoces cada vez más estrepitosos.

Cuando estoy escribiendo, esta forma de llamar a la oración me impide seguir trabajando. Aprovecho la pausa para subir a la azotea del palacete. Desde la sala abierta a un patio moruno donde he instalado el escritorio hasta la azotea, tengo que subir tres pisos a través de una red de escaleras angostas. Llego arriba rezongando y sin aliento, pero la vista sobre la bahía de Tánger, el Estrecho de Gibraltar y las costas gaditanas me devuelve el buen humor. El cielo es de un azul intenso, la luz saca lo mejor de todos los colores, sopla un vientecillo que trae tanto el olor del jazmín como el de la cloaca, y vuelvo a saber por qué he escogido este lugar para pasar la primavera escribiendo una segunda novela.

Miro a mi alrededor. Hay obras por todas partes. A diferencia de su padre, Hassan II, Mohamed VI adora esta ciudad y, entre otras cosas, está construyendo un nuevo puerto al pie de la Medina y la Kasbah y un nuevo paseo marítimo. La mayoría de los vecinos se las promete felices ante el resurgir de Tánger tras décadas de abandono, pero algunos se temen que la cosa vaya más bien en la línea de un Abu Dhabi o un Dubai.

Bajo al escritorio cuando termina el almuédano. Vivo solo en este palacete de la Medina, levantado a fines del siglo xix por el pintor orientalista catalán Josep Tapiró. Me lo han cedido sus propietarios, unos amigos residentes ahora en Madrid: Cecilia Fernández Suzor, directora durante años del Instituto Cervantes de esta ciudad, y su marido el arabista Bernabé López. Los dos estuvieron entre los personajes de Tangerina, mi primera novela; ella, disfrazada en el personaje de Alicia, él, con su nombre y apellido reales.

Mediada la tarde, salgo a la calle para pasear, tomar el té, buscar localizaciones para las escenas de la novela, ver a amigos, cenar y, si se tercia, festejar que sigo vivo y coleando. El pasado sábado, estuve con mi amiga Salima Abdel-Wahab en una fiesta que se celebraba en Tabadoul, un centro que reúne a africanos con vocación artística. Era noche de luna llena y nos reímos muchísimo bailando. Salima, diseñadora de moda, mujer cosmopolita y libertaria, no hubiera desentonado en los mejores tiempos del Tánger internacional.

Conté en Facebook la fiesta en Tabadoul, con una foto de una africana espectacular que había tomado con mi móvil y el comentario de que la danza es el bálsamo de este continente. Un amigo perspicaz lo apostilló con una cita de Nietzsche: «Aquellos que eran vistos bailando eran tachados de locos por quienes no podían escuchar la música».

Ayer estuve tomando té en el Gran Café de París con el magnífico narrador Mohamed Mrabet: él negro, yo verde, los dos con yerbabuena. Al igual que con Salima, hablamos en castellano. El dominio de esta lengua distingue al tangerino de pura cepa del emigrante llegado a la ciudad en los últimos años desde el centro y el sur de Marruecos.

La belleza acanallada de Mrabet volvía locos a los anglosajones de ambos sexos que vivían en Tánger a finales de los años 1950 y durante los 1960. Cumplidos ya los 80, sigue siendo guapo: pequeño, fibroso y conservando todo su cabello, ahora de un elegante sal y pimienta. Dejó de beber alcohol hace medio siglo, y de fumar kif hace unos años, y su salud es excelente, excepto por un problema circulatorio en el brazo derecho, el que usa para pintar sus cuadros.

Mrabet nunca ha empleado ese brazo, ni tampoco el otro, para escribir. Es analfabeto, no sabe leer o escribir en ninguna lengua. Siempre ha contado sus historias en voz alta, como los narradores tradicionales de los cafés y zocos marroquíes. De esas historias, Paul Bowles sacó catorce libros, entre ellos Amor por un puñado de pelos.

Me dijo que el pez que siempre le ha soplado a la oreja sus cuentos sigue haciéndolo. Es un pez al que una ola depositó sobre una roca hace muchas décadas y al que él salvó la vida devolviéndolo al mar.

Le pregunté cuál era el método de trabajo que seguían él y Bowles, y me respondió que él grababa sus historias en dariya y luego las traducía al castellano; Bowles, que dominaba la lengua de Cervantes, las pasaba a máquina en inglés.

Mrabet fue ladronzuelo, pescador, boxeador y camarero en su juventud. Este último oficio le permitió conocer a los escritores y artistas occidentales que habían convertido Tánger en su Isla de la Tortuga: Paul y Jane Bowles, Truman Capote, Tennessee Williams, William Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Jean Genet, los Rolling Stones, Juan Goytisolo, Chukri€ Ahora todos están muertos menos los Rolling y él.

Estoy invitado a la fiesta que, el próximo sábado, Pilar y Aziz, los propietarios del riad La Maison Blanche, darán en su casa del Marshán. Seguro que me inspira una escena de Limones Negros, que así se llamará la novela que ando escribiendo. Una novela es como el puchero de los pobres: puedes echarle casi todo lo que tengas a mano.

Uno de los gorriones se ha situado a un metro de distancia y vuelve a piarme apremiantemente. Le respondo diciendo que solo el y sus compañeros saben que paso siete u ocho horas diarias en este escritorio, sin otra compañía que la suya y una botella de agua mineral Oulmès. Y esto, le añado, es duro, esto es sacar el carbón de las palabras, las frases y los párrafos de una mina casi siempre estrecha y oscura. Sobre todo en aquellas jornadas en las que solo has logrado pergeñar trescientas palabras mediocres.

Comienza a anochecer, el almuédano no tardará en celebrarlo. Voy a llamar a un amigo, el poeta hispano-tangerino Farid Othman-Bentria, para proponerle tomar unas cervezas Flag en el Number One.

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