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La querella del populismo

La querella del populismo

Al igual que las monedas que han pasado por demasiadas manos, la voz «populismo» parece estar hoy un tanto desgastada. Difícil negar, pues, la oportunidad de los intentos a que asistimos de clarificarla y precisarla atendiendo a sus usos mas característicos o más frecuentes en un momento como el actual, caracterizado, según muchos, por una «crisis profunda» de la democracia participativa, de expresión hablamentaria, en todos los países europeos. Una crisis, en cualquier caso, a la que debemos según parece, la frecuencia con la que unos y otros hablan hoy de populismo, que en su versión de «izquierdas» estaría llamada a sustituir, con voluntad emancipadora, la «vieja política», entendida como una ficción de poder subordinada al orden neoliberal.

Es más: para Chantal Mouffe la batalla política fundamental se va a dar en los próximos años en Europa entre ambos populismos. Así reevaluado, el populismo dejaría de tener como rasgos definitorios centrales o exclusivos, como aún sostienen algunos, el racismo, la xenofobia, el gesto demagógico, las promesas electorales de imposible cumplimiento, el anti-institucionalismo, el narcisismo de los líderes carismáticos que lo invocan y representan, el rencor y, en fin, la apelación a mecanismos de identificación emocional en la construcción de unidades populares y/o nacionales. Tampoco es un recurso de emprendedores políticos para descalificar a sus adversarios o «exaltar las bajas pasiones de gente con poca formación que está dispuesta» -como subraya Errejón en su diálogo con Chantal Mouffe «a votar cosas imposibles en momentos de desgracia o frustración». Pero estos autores no dejan de reconocer que, en el actual momento político de Europa, los populistas de derecha «entienden mucho mejor la naturaleza de la lucha política que la mayor parte de los partidos progresistas». Entre otras razones porque apuntan a la construcción de identidades colectivas y perciben lo político como construcción de un «nosotros» que exige a la vez que presupone un «ellos» erigidos en adversarios de acuerdo con una concepción «partisana» de la política. Por otra parte, los populismos reaccionarios de cuño autoritario habrían sido capaces de recuperar, en una situación precarizada, de inseguridad y decepción, la idea-fuerza de comunidad que el conservadurismo liberal descartó hace ya mucho tiempo en su entrega sin fisuras al individualismo competitivo.

De acuerdo con Moffe y Errejón, pero también con Carlos Fernández Liria, el populismo de izquierda es, por de pronto, conservador, toda vez que considera que hay «cuestiones como la salud, la educación, la vivienda o la alimentación básica que han de estar garantizadas por los poderes públicos para que haya propiamente ciudadanos. Garantizadas y conservadas. Desde el otro lado del espectro, el populismo es considerado en términos decididamente constructivistas. Lo que para él está en juego es la construcción de un pueblo con una mayoría social de cambio, es decir, la construcción «de una voluntad general a partir de los dolores de los subalternos, que no tienen porque tener ninguna esencia en común, a veces solo la común oposición a lo existente y a los dominadores, y su esperanza en un futuro mejor», tal construcción lo será, pues, en el marco de una lucha «agonista» a partir de una cierta idea contingente, pero inscrita siempre en una coyuntura determinada del bien común. Lo que en estos textos se nos propone no es, nada más y nada menos, que una forma distinta de pensar lo político, en clave de todos modos pluralista. De pensarlo, en definitiva, en términos de hegemonía y antagonismo. A su luz, una luz «pos marxista» debida a un determinado Gramsci y a Laclau, lo que está en juego en política es la producción de identidades políticas en un proceso de radicalización de la democracia en el que juegan un papel importante los afectos, o lo que es igual, el agrupamiento en torno a intereses y proyectos compartidos. Pero también lo está la conciencia de que «hay conflictos propiamente antagónicos, es decir, sin solución racional». Estamos, pues, y el nombre de Gramsci surge aquí con singular fuerza, ante todo un programa de reforma intelectual y moral, una reforma a la que incumbiría también acabar con décadas de fragmentación neoliberal, de acuerdo con el objetivo de establecer «una cadena de equivalencias entre la multiplicidad de demandas democráticas para poner en cuestión el orden existente y edificar otra hegemonía». Y aquí entra con claridad el concepto de hegemonía propuesto en su día por Laclau: «la hegemonía como nueva lógica de constitución de lo social que recompone los fragmentos sociales dislocados y dispersos por esa desigualdad en el desarrollo a un nivel distinto del postulado por la tradición marxista».

En la sugestiva defensa del populismo articulada por Carlos Fernández Liria se analizan y reconstruyen todas estas cuestiones de modo conciso y brillante, lo que ayuda positivamente al lector para orientarse «en un terreno tan importante hoy como proclive a ser colonizado por todo tipo de distorsiones». Por su parte José Luis Villacañas entra con fuerza en la polémica ofreciendo una alternativa tanto al neoliberalismo hoy hegemónico como al populismo, cuya presunta deriva al anti-institucionalismo y al «liderismo» critica: El republicanismo cívico. Para él, en efecto, populismo es democracia (puede que incluso liberal) sin republicanismo. Si alguien quiere de verdad luchar contra el populismo debe decir «más republicanismo». Más republicanismo en las sociedades ya republicanas y más republicanismo en las nuevas, pues unas y otras se ven amenazadas por el destino populista planetario. No hay una esencia antigua que facilite el populismo. Lo que lo facilita es una realidad social actual cada vez más desintegrada y desarmada de nivel global promovida por la agenda neoliberal.

Será interesante, sin duda, seguir los próximos pasos, en la teoría y en la práctica, de esta polémica.

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