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Poesía

La voz cantante

«Ser el canto» es el último eslabón de un discurso iniciado hace una década por «Cantar de Ciego»

La voz cantante

Vicente Gallego es uno de los poetas más singulares y distintos dentro de su generación, y uno de los más distintivos de la actual poesía en Valencia y fuera de ella. Jaime Gil de Biedma definía la poesía como una aventura de salvación personal, definición que Vicente Gallego confirma. Hay salvación desde el momento en que, al escribir y escribirse, el poeta afronta la adquisición de su propia identidad; pero la hay doblemente cuando esa indagación aporta asimismo justificación y consuelo. Eso es lo que pretende y consigue Vicente Gallego, lo mismo que él agradece a la música de Tomás Luis de Victoria en el canto 21: el hilo de fina seda del sonido, que cabe también a la palabra y el pensamiento.

La reflexión de Vicente Gallego pretende ante todo ahondar en la condición humana dentro de las coordenadas de lo cotidiano y lo contemporáneo, sin necesidad de abandonarlas pero sin quedarse tampoco en la superficialidad descriptiva o la obviedad moralizante. Podemos superar lo que nos rodea sobrevolándolo, o bien atravesando su epidermis en busca de significación y hondura. La opción de Vicente Gallego es esta segunda, y en ello asume la mejor de las aportaciones de la generación del 50, cosa que él ha repetido una y otra vez.

En efecto, muchas de las autodefiniciones de Francisco Brines le cuadrarían, sin perjuicio de la diversidad de su contenido: quizá mejor que ninguna la de expresar «una emoción espiritual vivida desde la experiencia». Yo diría que mantiene un diálogo permanente con otros poetas con los que también sintoniza, y que le son familiares: con Claudio Rodríguez comparte la percepción simbólica de la sorpresa ante lo cotidiano supuestamente irrelevante; con César Simón, la belleza de lo humilde y lo exiguo, la ternura ante las flores y plantas montaraces a las que hay que sacudir el polvo antes de ponerlas en un búcaro; con Vicente Aleixandre y Juan Gil Albert, el éxtasis ante el vasto dominio de lo natural y lo vivo.

Vicente Gallego es así un poeta de voluntad comunicativa aunque no necesariamente confesional, ni siempre trasparente. Su motivación, la reflexión autobiográfica acerca de las realidades y los problemas existenciales básicos, llamados a interesar emocionalmente al ser humano. Su tono, el de un meditador denso y consciente de la relevancia de sus interrogantes y del alcance de su propósito de elaborar una ética tan personal como serena, y deseosa de ser transmitida y compartida.

Si me refería antes a la diversidad de su voz, estaba pensando en su espíritu más consolatorio que elegíaco, y a la vez en su elección de la mejor variedad de consuelo. Porque si éste consiste, en términos generales, en moderar el desencanto debido al desfase entre lo deseable y lo accesible, esa moderación puede conseguirse o bien aminorando lo deseable, y con ello la frustración de saberlo tan remoto, o bien asintiendo sin decepción a las limitaciones de lo accesible. Esta es la conclusión de Vicente, puesto que para él realidad y deseo coinciden. Dicho de otro modo: el deseo es la proyección de la realidad, hecha fe de vida.

La lección de este libro es la autojustificación de la existencia. De ella procede su universal complacencia ante la naturaleza, los aromas y los olores, el tacto, el gozo de la vista, la caricia del aire. Todo lo circundante se percibe como ser propio: «tan azul de mi azul que no me tengo» (canto 37), «oí mi ser dando voz a las aguas» (43), «me cuesta caminar tan cargado de hermosura» (44). Por eso, cuando el lector vuelve al canto 7 y ve en él proclamado el deseo de llenarse las manos sin saber de qué, ya se le ha hecho evidente la respuesta: de todo sin excepción ni reparo, sin que ni siquiera la muerte desentone en este canto universal, ya que puede ser una despedida reconciliada y esperanzada, como la de San Juan de la Cruz (48). Un mensaje rotundo enunciado con sobriedad de medios, reiteración sin monotonía e imaginación verbal tan brillante como escueta; la de quien es capaz de escribir «te beso con los labios sin muerte de la luz» (45).

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